Como director de www.sinpermiso.com.mx, con gran satisfacción, les comparto que cerramos a tambor batiente este 2015, con la incorporación de otro gran colaborador de lujo, como todos quienes escriben en este portal.
El reportero y escritor José Luis García Cabrera, nacido en el Distrito Federal en 1951, donde radica, quien inició su largo andar por las redacciones en 1976, al concluir sus estudios de periodismo en la Carlos García Septién, desde este jueves 17 de diciembre, semana a semana nos dará a conocer sus investigaciones periodísticas, en exclusiva para los seguidores de este portal queretano.
Reportero de cepa, profesional, ha trabajado para los diarios El Universal, unomásuno, El Sol de México, La Prensa, El Diario de México, El Fígaro, México Hoy, Impacto, El Centenario, Rotativo, El Periódico de México, El Jalisciense (Guadalajara, Jalisco), ABC (Baja California) y AM (León, Guanajuato).
Las revistas no son ajenas a su experiencia, pues su pluma ha dejado marca en las páginas de Proceso, Revista de Revistas (de Excélsior), Kena, Quehacer Político, Huellas de México, Polémica, Semanario cómo e IQ Magazine.
Pero su teclazos no quedan ahí, puesto que también ha ocupado cargos directivos, como subdirector general del diario México Hoy y jefe de información del diario Impacto, al igual que subdirector general de las revistas Quehacer Político, Huellas de México, Polémica, Cómo, IQ Magazine y editor de la revista IQ Noreste.
Autor de una docena de libros, cinco de ellos editados y a la venta: Hank El Padrino; Pancho de la Cruz, La Guerra Sucia; El Superpolicía, Héroe o Villano; El hombre que se atrevió y la Serie Los Tufos del Narco, fascículos mensuales basados en su libro 1920-2000 ¡El Pastel!, editado en Estados Unidos en 2012, García Cabrera descubrirá para los lectores de Sin Permiso, los entretelones de la narcopolítica, de 1920 a la fecha.
Esta serie de cuadernillos, es editada por la Editorial 19.51 S.A. De C.V. y la distribuye en la capital del país la Unión de Voceadores y Expendedores de Periódicos y revistas, además de que se le puede encontrar en las librerías Porrúa y El Sótano.
A través de medios electrónicos, en las páginas de las revistas El Chamuco y Los hijos del averno.
José Luis García Cabrera, ¡Bienvenido a este portal!
Por último, anticipo: ¡Y los que faltan, por sumarse!
José Luis Camargo R.
Director General
José Luis García Cabrera
El coronel Alfredo Delgado, gobernador de Sinaloa, se sirvió una pequeña porción del licor que acostumbraba beber cuando estaba nervioso y examinó el informe que el coronel y senador Rodolfo Tostado Loaiza le había enviado sobre Alfonso Tirado Osuna, ex presidente municipal de Mazatlán. Ambos aspiraban sucederle en el cargo, una vez que concluyera su administración, en 1940.
Alfonso Tirado Osuna, más conocido como Poncho Tirado, era un ingeniero civil nacido en el poblado de La Palma Sola, municipio de Mazatlán, en 1902… Los vecinos de Mazatlán daban referencias de que Poncho había sido un presidente municipal honrado, por lo que era bien visto por la sociedad mazatleca para ahora competir por la gubernatura de Sinaloa…
El informe enviado al coronel Alfredo Delgado decía que Alfonso Tirado se convirtió en una figura destacada entre los mazatlecos, cuando se opuso a la instalación de un casino en el puerto, aprobado por el gobernador Manuel Páez, ofreciendo su renuncia y la de sus regidores y, más adelante, al negarse a pagar con dinero del Ayuntamiento un banquete ofrecido al general Calles, en el lujoso Hotel Belmar…
Adquirió tanto renombre en el sur de Sinaloa, que una vez concluido su trienio al frente de la alcaldía de Mazatlán y de haberse reintegrado a sus actividades empresariales, en 1938 sus amistades comenzaron a animarlo a buscar la gobernatura de Sinaloa para la sucesión de 1940.
Desde que comenzó su gestión como alcalde de Mazatlán, seguía explicando el informe que el coronel Tostado Loaiza le había enviado al gobernador Delgado, el ingeniero Tirado engañó la buena fe de los mazatlecos que le creían un hombre honorable…
“Y ahora, al igual que otros hacendados de Mazatlán, está inmiscuido en negocios relacionados con la siembra de la goma, incluso se hace acompañar de El Gitano y El Culiche, dos conocidos gatilleros al servicio de los antiagraristas y del traficante Pedro Avilés Pérez. Aún así, Poncho Tirado es un serio rival del senador Tostado Loaiza, para el gobierno de Sinaloa al que aspira”, decía el informe.
El gobernador Alfredo Delgado dejó las hojas del informe y antes de llamar al jefe de la Policía Judicial del estado, Alfonso Leyzaola Salazar, sorbió ligeramente su licor.
–Sobre el caso Poncho –le dijo–, quiero que usted nuevamente hable con él. Dígale que el día 10 lo espero aquí, en la oficina. Pero también dígale que estamos recabando informes de los negocios que él y sus amigos hacen con los gomeros. Y qué entienda: el candidato será el coronel Loaiza. En fin, actúe usted como debe ser. Es todo.
–De acuerdo, señor, se hará como usted ordena –contestó el militar que quince años atrás había sido presidente municipal de Culiacán, y ahora el gobernador Delgado había contratado como jefe policíaco para combatir a los alzados contra la reforma agraria en el sur del estado.
–… ¡Ah, mayor, y respóndale al Poncho en el mismo tono que él le hable! ¿Me entendió? –agregó el gobernador, antes de que Leyzaola Salazar cerrara la puerta tras de sí
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Poncho Tirado estaba sentado en una de las mesas del bar del Hotel Rosales, en Culiacán, departiendo con su primo Alberto y un par de amigos más. Se mostraba ausente. Su reunión con el gobernador Delgado había resultado peor de lo que imaginaba. Las palabras del mandatario borraron todo vestigio de duda. El presidente Cárdenas había decidido que el próximo gobernador fuera el senador Loaiza. Pero él, Poncho Tirado, como días antes le había contestado a Leyzaola, jefe de la Judicial del estado, no declinaría en sus intenciones de participar en las próximas elecciones estatales.
No había un solo mazatleco que no conociera su nombre. Y poco le importaron las amenazas del gobernador Delgado de hacer públicas sus relaciones con El Gitano y El Culiche, gatilleros al servicio de los antiagraristas y del traficante Pedro Avilés, pues era del dominio público que en el negocio de la goma todo mundo estaba involucrado, incluido Delgado y Loaiza, el candidato de Cárdenas.
Mientras Alberto y sus dos amigos parloteaban y gustaban de sus bebidas, Poncho trataba de olvidar las amenazas del gobernador Delgado. Si creía en lo que le había contestado al mandatario, el curso de su vida estaba ya trazado. Aunque, ¿podría ser así, después de que se supiera de sus relaciones con uno de los principales traficantes de goma y mariguana de la región? Si la gente del senador Loaiza hacía público aquello, quizá su carrera política acabaría dentro de poco, pensaba Poncho. Debía concentrarse, entonces, en cómo impedirlo. Loaiza no era un tonto y el gobernador Delgado, mucho menos. Se alegró cuando su primo Alberto le sacó de su ensimismamiento; le ayudaría a olvidarse del asunto y pasaría una tarde agradable al lado de aquellas personas que le estimaban.
Siendo como era una calurosa tarde de verano, resultaba en cierto modo curioso que el bar no estuviera muy concurrido, a pesar de que eran las horas de la comida de un viernes, día en que después de comer viene la sobremesa y algunos tragos de más con los amigos. Poncho se sobresaltó ligeramente al ver entrar a Leyzaola, el jefe de la Judicial del estado, quien después de localizarlo con la mirada llegó hasta su mesa. Instintivamente, Poncho se llevó la mano a la cintura y comprobó que llevaba su treinta y ocho especial.
Poncho conocía al mayor Leyzaola, por lo mucho que de él se decía sin bases dignas de crédito. Era un militar culto, podría decirse, cuya fama contrastaba con su arraigada afición a la lectura de todo lo que llegaba a sus manos; hábito que había nacido desde su adolescencia en su poblado natal: El Sitio, Badiguarato.
A pesar de no haber tenido una educación “formal”, a sus cuarenta y cuatro años Leyzaola se había sabido desenvolver entre los militares, los políticos y los policías…
Sí, Leyzaola era un hombre muy singular, pensó Poncho.
Leyzaola, de pie, le alargó la mano, y Poncho se la estrechó.
–Me da gusto poder verle, ingeniero –dijo Leyzaola–. Espero que podamos arreglarlo todo. Lo sucedido no es más que un mal entendido, y no es lo que el señor gobernador desea. ¿Me permite acompañarlo, sólo un momento?
–Desde luego, mayor –respondió Poncho Tirado, indicando una silla vacía, frente a él–. También yo espero que todo quede arreglado… No quiero que mis aspiraciones políticas sean causa de más fricciones con el gobernador Delgado –agregó, firmemente.
–No lo serán –replicó Leyzaola, con acento sincero–. Sólo le pido que, cuando hablemos, considere las cosas con mentalidad abierta. Es imposible hablar cuando una de las dos partes se cierra.
Alberto, el primo de Poncho, habló por vez primera cuando les pidió a sus dos amigos que junto con él se retiraran un poco, a otra mesa, para que Leyzaola y Poncho pudieran hablar en privado.
–Parece que ambos necesitan hablar a solas.
–Siento lo de nuestra última platica, ingeniero –continuó Leyzaola, una vez que ambos estuvieron solos–. Creo que no me dí a entender bien. Me temo que tendré que retirarme ya. No puedo soportar tantas presiones. Estoy harto.
Poncho, con sincero interés, preguntó:
–¿Es cierto lo que se dice de usted, mayor?
–No crea todo lo que se habla en la calle o publican los periódicos –contestó Leyzaola–. Como militar, sólo he obedecido órdenes, se lo aseguro.
Alfonso Leyzaola Salazar, en realidad, era ejemplar de una generación de militares en un país de luchas internas, de traiciones y asonadas; de hombres sin escrúpulos en busca del poder, de armas y de hombres armados. Primero como militar y luego como jefe policiaco, Leyzaola era implacable y aparentemente sin corazón, dispuesto a perder la vida en incursiones peligrosas, fundándose en la tesis de que “las órdenes superiores se acatan, y la ley se respeta”.
Un mesero se acercó llevando una bebida más para cada uno. Después de que se alejó, Leyzaola, en tono conciliador, dijo a Poncho.
–Le voy a hablar al grano, y usted comprenderá que me interesa convencerlo de que mis intenciones son buenas, de que quiero lo mejor para todos. No lo tome a mal, por favor. Le repito que soy un hombre institucional que sólo acata órdenes.
Poncho sonrió con ironía.
–Lo comprendo –dijo–. Lo comprendo perfectamente, aunque no esté de acuerdo.
–Debe usted comprender que como yo, el gobernador Delgado también sólo obedece órdenes de sus superiores. Siento un gran respeto por usted, y me gustaría tener oportunidad de trabajar a su servicio. Pero debe comprender que su tiempo aún no ha llegado. Pero usted no quiere entenderlo así. Su seguridad de que puede llegar a la gubernatura carece de base. En realidad lo que pretende usted es imponer su voluntad sobre la del gobernador. Sí, sí, ya sé que el presidente Cárdenas a todos los que la desean les dice “adelante”, es su estilo; pero no es así, pues en realidad lo que hace es ordenar quién debe ser el próximo gobernador. Y ahora, lo que ha ordenado es que el coronel Loaiza será quien suceda en el cargo al coronel Delgado.
Leyzaola hizo una pausa, para comprobar el efecto de sus palabras. Luego continuó, en el mismo tono conciliador:
–Yo le respeto mucho a usted, pero no puedo consentir que se desacate una orden. Así, pues, permítame insistirle que el bueno es el coronel Loaiza, quien cuenta con el apoyo, silencioso, pero apoyo del presidente Cárdenas. Si usted continúa con su trabajo proselitista, tendrá que vérselas con enemigos insospechados.
Al observar que Poncho le iba a interrumpir, a protestar o proferir algo, Leyzaola se adelantó:
–Permítame, ingeniero, permítame terminar, y le ruego que no tome mis palabras como insolencia alguna. Además, sus amigos antiagraristas y los gomeros también tendrán que disciplinarse. En consecuencia, el senador Loaiza le propone que cuando se acerque el final de su gobierno, el partido lo destapará a usted como su candidato para sucederlo. Mientras podrá seguirse dedicando a su negocio, con la gente de Pedro Avilés. Esto es de lo que quería hablar con usted, ingeniero.
Ahora Poncho Tirado estaba seguro de que tanto el gobernador Delgado como el senador Loaiza le consideraban un infeliz; un inofensivo aspirante a la gubernatura al que, llegado el momento, se le apresaría por defender los intereses de los terratenientes del sur de Sinaloa, más que por sus relaciones con la gente de Pedro Avilés. Al cuerpo de Poncho volvió el mismo desagradable malestar que había sentido cuando abandonó el despacho del coronel Delgado, horas antes. Hizo una mueca de dolor. Alarmado, Leyzaola preguntó:
–¿Qué le pasa?
Poncho le miró con enojo. De pronto se echó hacía atrás, rápidamente buscó entre su cintura su treinta y ocho especial y cuando la encontró, la disparó sobre Leyzaola.
Leyzaola, apenas comenzó a hablar tuvo el convencimiento de que sus palabras no eran bien recibidas por Poncho Tirado. No sabía por qué, pero su instinto así se lo indicaba. Debido a ello, sin dejar de hablar, disimuladamente se había desabrochado la chaqueta, sacó de entre sus ropas su arma reglamentaria y la colocó entre las piernas, lista para usar, de ser necesario. Como fue.
Por eso, en cuanto Poncho se echó violentamente hacia atrás y de pronto en su mano apareció una pistola, supo lo qué tenía que hacer. En aquel preciso momento sintió como una bala le perforaba el brazo izquierdo. Aún así, con esa mano apartó la mesa, mientras que su diestra, armada, accionó en repetidas ocasiones el gatillo de su arma reglamentaria. Tres balas entraron en el cuerpo de Poncho. Leyzaola se dio cuenta de que no era necesario más. Había visto en los petrificados ojos del mazatleco que la vida se le estaba escapando.
Acto seguido, Leyzaola se encaró con Alberto y sus dos amigos que, atónitos, seguían sentados en la mesa, como si nada hubiera ocurrido. Ninguno había hecho el menor movimiento. Parecían paralizados. Los pocos parroquianos y el mesero miraban a Leyzaola con expresión aterrorizada.
El cuerpo de Poncho estaba tendido en el suelo, en medio de un charco de sangre. Leyzaola se metió la pistola en la cintura, bajo el cinturón, se dirigió a la puerta y salió a la calle. Un auto se detuvo junto a él, con la portezuela abierta, y una vez estuvo dentro, arrancó. Al volante iba uno de los agentes de la Policía Judicial de Sinaloa., quien respetuosamente le preguntó:
–¿A la oficina, señor?
Por un momento Leyzaola quedó sorprendido ante la pregunta de su subalterno. Su sentido común le indicaba que debía huir, pues acababa de dar muerte a una persona; pero también se preguntaba ¿”por qué huir, si lo hice en defensa propia”? En cuanto a la herida de bala que llevaba en el brazo izquierdo, no le preocupaba. No era de cuidado, incluso ni su subalterno se había percatado de ella.
–No, lléveme a la oficina del señor gobernador… (extracto de Los Tufos del Narco 1 –Narcos Viejos)