- Arrancó la primera etapa del Tren Maya de Campeche a Cancún
- Innsbruck: si hubo incinerados. Se identifica al segundo normalista
- Se compromete Marcos Aguilar Vega, a la transparencia,
- Participa Gaspar Trueba en la entrega de reconocimientos al Mérito Laboral 2015
- Adán Gardiazábal entregó la unidad deportiva 3 de Mayo
- Mujeres indígenas pueden ser candidatas: Braulio Guerra
- Abarca y Pineda, la pareja que en un mes vio el fin de su suerte en Iguala
- Raúl Salinas es declarado no culpable de enriquecimiento ilícito
- Maestros de Guerrero afinan plan para boicotear las elecciones de 2015
- “No hay garantía de que mi sucesor no sea un estúpido”: Dalai Lama
Los Tufos del Narco: El Huarache y Alcalá; Morelia, Michoacán; 1979
José Luis García Cabrera
El madrina de la PJF a quien todo mundo conocía como El Huarache estacionó su auto frente a la casa de un agente de la Judicial Federal, su amigo, en una tranquila colonia del estado de Michoacán, a finales de enero de 1979. Tocó la puerta y el agente federal acudió a abrir.
–Qué bueno que llegaste, Huarache –dijo, acompañándolo a la sala–. ¿Quieres una cerveza o un trago?
–Una cerveza –contestó El Huarache.
–¿Un vaso?
–No, así está bien –repuso El Huarache dando un grueso trago de cerveza fría.
–¿Cómo está el comandante Alcalá (Jaime Alcalá García) –preguntó el agente federal sonriendo.
El Huarache movió negativamente la cabeza.
–Desde el asunto de don Pedro, es un desmadre. Todos niegan haber participado. Alcalá pidió vacaciones y se la pasa en su fábrica que tiene en Guadalajara; el comandante Aguilar, siempre viajando al DF; el comandante Cruz López, se la pasa encerrado en su oficina; el licenciado Pablo (Hernández Garza, agente del Ministerio Público Federal), dice que él no sabe nada; y tú ya casi ni nos visitas.
–Bueno, yo estoy comisionado aquí, en Michoacán.
El Huarache miró hacía la cocina.
–¿Y tú familia?
–Fueron al DF unos días, a visitar a los suegros. Por eso te invité a venir. Así podemos platicar sin que nadie nos interrumpa.
El agente federal miró su reloj de pulsera. No tenía mucho tiempo.
–Oye, Huarache, he pensado mucho en eso de don Pedro y no entiendo por qué lo bajaron así, a la mala. ¿Por qué sigues con el comandante Aguilar?
–Aguilar y Cruz tienen sus fallas –contestó El Huarache–; andamos juntos desde hace mucho, pero son mis amigos y me dejan hacer uno que otro asunto.
–Pero un día te pueden dar el levantón a ti, como a don Pedro.
–No lo creo, te lo aseguro.
–Por qué no dejas todo esto, mientras puedas hacerlo. Todos los que estuvieron en el asunto de don Pedro van a caer como moscas. Ya no confíes en Aguilar, ni en Cruz ni Alcalá.
Intranquilo, El Huarache cambió de posición y tomó otro trago de su cerveza.
–Te lo agradezco, de verdad, pero yo estoy y seguiré con ellos.
–Huarache, no me entiendes. Todos esos cabrones tienen problemas.
–Hablé con ellos y me aseguraron que no pasa nada.
El agente federal se sentó y agregó:
–¡Cabrón!, no sé qué más decirte. Tú no eres como ellos. Eres muy pendejo al hablar así.
–Así es como pienso –dijo El Huarache, empinando la botella de cerveza en su boca para beber las últimas gotas.
–Espera, te traeré otra –dijo el agente federal. Al ponerse de pie, sonó el timbre de la puerta–. ¡Ah chingá! –exclamó simulando sorpresa y cruzó la sala para abrir la puerta.
–¡Vaya, si es mi amigo Manuel! –dijo el agente federal, tendiéndole la mano a Manuel Salcido Uzeta. La achaparrada, pero robusta figura de El Cochiloco llenaba el vano de la puerta. Atrás de él se encontraba Gabino Salcido, su hermano–. ¡Hey, Gabino, entra! –agregó el agente federal, volviéndose para mirar a El Huarache–. ¡Caramba, qué sorpresa! ¿Conocen a El Huarache?
Realmente sorprendido, El Huarache se puso de pie y caminó un par de pasos, para encontrar a los recién llegados.
–No tengo el gusto –dijo, extendiendo su mano a Manuel Salcido.
Como dejaron abierta la puerta, otros dos individuos entraron de prisa, en tanto que El Cochiloco apretaba con fuerza la mano de El Huarache. Antes de que éste se diera cuenta de lo que ocurría, El Cochiloco lo había hecho girar en redondo y sus poderosos brazos le apretaban el pecho, como en un abrazo de oso pero por la espalda.
Gabino sacó del bolsillo de su pantalón una bolsa de polietileno y la metió sobre la cabeza de El Huarache, hasta el cuello, para no permitir la entrada del aire. Así la mantuvo hasta que El Huarache se derrumbó, desmayado.
–No lo maten aquí –exclamó el agente federal–. Mi vieja se enoja cuando manchan la alfombra.
El Cochiloco rió siniestramente.
–Muy bien. Muchachos; vamos a trabajar. Ustedes dos traigan las bolsas. Gabino, acerca el auto a la puerta.
Los dos individuos regresaron con dos grandes bolsas de lona. Sin decir palabras, tomaron el cuerpo de El Huarache, lo doblaron y lo metieron en éstas cuyas entradas ataron con unos lazos; lo levantaron y condujeron hasta la puerta de la casa para luego arrojarlo en la cajuela del auto, donde al volante ya esperaba Gabino. Acto seguido, El Cochiloco y el agente federal se despidieron con un abrazo, sin mediar palabra.
Despedazado, sería encontrado el cadáver pocas horas después, en uno de los muchos parajes solitarios de Michoacán.
—0—
El asesinato de El Huarache se ejecutó sin ningún contratiempo, al igual que el de Jaime Alcalá García. El Cochiloco planeó ajustarle cuentas, al enterarse que también había participado en el asesinato de Pedro Avilés.
Excepto porque Alcalá ahora andaba de asueto, muy poco visitaba a sus parientes de Guadalajara, donde tenía una pequeña fábrica de bloques y otros materiales para la construcción. Cuando lo hacía, aprovechaba para visitar a los narcotraficantes de la región, que le pagaban la protección policiaca.
Aquella tibia tarde, Alcalá se disponía abordar su moderno Lebarón, después de haber supervisado los trabajos y pedidos de su pequeña empresa de materiales de construcción. No le dio importancia al reducido grupo de hombres que sentados en la banqueta, ociaban y entretejían historias con su pasado. Tampoco al automóvil estacionado un poco más allá, ni a sus tres tripulantes.
Justo cuando Alcalá lograba abrir la portezuela del vehículo, llegó Salcido y los tres hombres saltaron fuera del automóvil estacionado. Salcido le apuntó con un fusil Fal. Los tres hombres rodearon al jefe policiaco, para evitar que huyera. Cuando Alcalá intentó decir algo, El Cochiloco accionó la mortífera arma. El estallido fue ensordecedor, como tremendos los destrozos que el impacto hizo en el cuerpo del federal.
El Cochiloco permaneció inmóvil una fracción de segundo, sin decir nada. Con el rabillo del ojo vio a sus tres hombres que le miraban también en silencio. Acto seguido, se hincó y lloró. Levantó el rifle y entre sollozos gritó:
–¡Este es el otro que te prometí, Pedrito!
Luego rompió a reír, y con voz áspera de manera abrupta agregó:
–Ya cumplí, Pedrito…, ya no tengo compromisos contigo…
No fue sino hasta después de que los periódicos publicaron la muerte del jefe policiaco y la relacionaron con la de El Huarache, que todos los implicados en el asesinato de Pedro Avilés supieron que su vida valía menos que nada.
Resultado: media docena de federales homicidas menos (Extracto del fascículo 2: Caro Quintero El Capo Viejo).
0 comments