José Luis Camargo R.
El metro avanzaba normalmente, llegué a la ciudad de México, a la central del norte y todo se veía normal. El vagón iba a medio llenar, iba nervioso, ansioso por llegar a la casa. Era la noche del 20 de septiembre de 1985.
Un día antes se cayeron las comunicaciones telefónicas y no me pude comunicar con mi familia, sin embargo, por alguien que estuvo en la zona sur del Distrito Federal, me dijo que no hubo daños por el sismo de más de siete grados que devastó la capital.
Entre las estaciones Hospital General y Centro Médico, las luces se apagaron y el tren se mecía al tiempo que se detuvo.
La histeria se apoderó de algunos.
Quisieron abrir las puertas del tren manualmente y algunos pasajeros los conminamos a no hacerlo, pues seguramente se hubieran aventado a las vías y al regresar la energía la tragedia hubiese sido mayor.
No sé cuánto tiempo pasó, hasta que lentamente el tren avanzó a la estación Centro Médico y fuimos desalojados, pues el servicio se suspendió.
Al subir las escaleras que dan a la esquina de avenida Cuauhtémoc y Baja California, voltee al parque y la luz que se filtraba entre las ramas de algunos árboles se veía lúgubre.
Mi vista ubicó La Vaca Negra, cafetería frecuentada en mi época estudiantil. Su ventanal lo recuerdo triste, la luz de neón color morado, remarcaba esa sensación.
Observé a mis espaldas.
Fue un shock.
El gigantesco montón de concreto, siluetas sobre lo que fue un centro hospitalario, se movían con dificultad.
Alguien me abrazó, contagiándome su llanto.
Desconocidos absolutos, lamentamos junto con decenas de personas la escena.
Imaginamos cuántos muertos yacían ahí.
Había una luna totalmente llena, la cual contrastaba con el azul del cielo, pese a la noche.
Cargaba mi maleta de viaje. Otros portafolios, bolsas las damas.
La gran mayoría no teníamos idea siquiera del estado del centro capitalino. Algunos vimos en los diarios matutinos fotografías del desastre.
Nos organizamos en grupos para iniciar un largo andar a nuestro respectivo destino.
Cruzando Viaducto Río de la Piedad, las calles lucían desiertas. El tráfico era casi nulo. No había signos del desastre.
Yo era el que más lejos vivía, así que llegado un momento, a la altura de Coyoacán seguí mi camino cargando mi angustia.
Nunca supe cuántas horas caminé, algunos tramos iluminados, otros a oscuras, pero con las calles totalmente vacías. Llegué y en la unidad habitacional donde vivía los edificios estaban en penumbras.
Abrí la puerta y mi madre salió a recibirme.
Pregunté por familiares.
Todos bien, respondió mi mamá.
Platicamos sobre lo ocurrido.
Recordamos un sismo de años antes, cuando se cayó la universidad Iberoamericana por el rumbo de Taxqueña.
A otro día, varios vecinos evaluamos qué hacer.
Juntamos y llevamos alguna ayuda a una de las zonas destruidas, el transporte era un caos en el centro de la ciudad.
Al sur no hubo daños.
Días más tarde, Miguel Cantón Zetina me abrió las páginas del semanario Quehacer Político.
Mi segunda o tercer órden de trabajo fue cubrir asuntos relacionados con los miles de damnificados.
Recorrí campamentos, hospitales, vecindades en ruinas, centros y organizaciones de ayuda.
El polvo me envolvía.
El dolor ajeno lo hice mío.
Mi jefe de Redacción, Juan Sánchez Mendoza, exigía a parte de los reporteros información puntual, testimonios desgarradores.
A veces, jueves por la noche, nos mandaba a los campamentos para documentar las precarias condiciones en que muchos sobrevivientes, esperaban la ayuda.
Conocí las ruinas de las vecindades Casablanca, en Tepito y El Laberinto, en la colonia Doctores.
Decenas de campamentos en la colonia Guerrero.
La gente más pobre, la más jodida de la capital, fue azotada por la desgracia.
Sin embargo, nunca pérdió la fé, la esperanza.
Mucho menos la solidaridad.
Siempre fui acompañado por los reporteros gráficos Juan Sánchez o Ricardo Cardozo.
En todos lados, nos ofrecían un vaso de agua.
Dependiendo la hora, nos invitaban de sus alimentos, los cuales no sabíamos si rechazar -porque a ellos les hacían falta- o aceptarlos ante la generosidad con que los ponían frente a nosotros.
Vimos y registramos cientos, miles de lágrimas de capitalinos que perdieron no solo lo poco que poseían, sino a familiares.
En Tlatelolco registré la aparición de líderes como Cuauhtémoc Abarca, que organizó a cientos de habitantes de cuartos de azotea, o a Pablo ¿Rosas? de los condóminos.
Llegaron las fiestas navideñas y la tristeza creció en la ciudad.
Un nudo en la garganta se formaba de ver débiles luces de colores entre chozas improvisadas. Algunas de lámina, cartón o tela.
Por las noches, por las mañanas, el aire se colaba. Casi siempre nos invitaban a pasar y apretujados realizábamos nuestra tarea reporteril.
Otras veces nos sentábamos alrededor de la fogata donde algunas señoras preparaban alimentos o simplemente ollas de café.
Llegó el día de Reyes y más caras tristes de padres.
Aunque contrastaron con las caritas rebozantes de alegría de pequeños que ajenos a la tragedia, disfrutaban la mañana fría con juguetes baratos.
Para entonces, las llamadas telefónicas a la Redacción crecían.
No solo nos invitaban a tomar algún atole con tamales, sino también para denunciar las trabas burocráticas de organismos como Fonhapo, el gobierno capitalino y una secretaría de Estado, que debían resolver la situación en que vivían miles de damnificados.
Vinieron las entregas de vivienda, no por parte del gobierno, sino de organismos de ayuda, como Cáritas y Cruz Roja, donde fuimos invitados por los beneficiarios y de manera inmerecida, agradecían nuestro trabajo periodístico.
Después tuve la fortuna de entrevistar ampliamente a “La Pulga” -perdón pero olvidé su nombre- aquel rescatista que formó el grupo ahora conocido como “Topos”.
Esos son mis recuerdos del 85.