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Los Tufos del Narco: Alberto Sicilia Falcón y la CIA

José Luis García Cabrera
Alberto Sicilia Falcón era un hombre de mediana estatura y complexión delgada, cuyas hermosas facciones le hacían ver como un afeminado galán de cine. Nació en Matanzas, Cuba, el 30 de abril de 1945. Siendo adolescente huyó de la isla para radicar en Miami, Estados Unidos, donde alternaba sus estudios de una escuela religiosa con la venta de todo tipo de estupefacientes, la compra-venta de artículos robados, y sus gustos bisexuales, por lo que fue detenido en varias ocasiones y acusado de conducta desordenada, vandalismo y sodomía.
A los dieciocho años se enroló en el ejército. A los veinte, regenteaba a un grupo de prostitutas. A los veintitrés, ya estaba interesado en la prometedora industria del narcotráfico; a esa edad, un médico legista le diagnosticó desorden de personalidad, desviación sexual, homosexualidad. A los veinticinco, con los conocimientos y contactos del hondureño Juan Ramón Matta Ballesteros, se convirtió en el más poderoso de los narcotraficantes que desde el Distrito Federal, Guadalajara y Tijuana operaba una red que se extendía alrededor del mundo.
Cuando eso sucedió, Sicilia ya era uno de los más conocidos miembros del jet set de Miami, Los Ángeles y Nueva York, por sus caras extravagancias: como sólo viajar a bordo de alguno de sus cuatro Rolls Royce, y ofrecer las hermosas mujeres que le acompañaban a hombres de negocios con los que buscaba quedar bien, o como una forma de aceitar sus contactos con los principales distribuidores mayoristas de cocaína, heroína o mariguana de Sudamérica y Europa.
Por sus gustos amorosos, a Sicilia se le consideraba un lobo, o loba en brama, y eso lo sabían muchos de los miembros de su organización, lo mismo que gran parte de los asistentes a sus escandalosas fiestas que con frecuencia realizaba en fastuosas y fortificadas residencias no sólo de México, sino de Europa o cualquier parte del mundo, donde se bebía champagne Dom Pérginon, fumaban puros Montecristo y consumía cocaína por kilos.
A este tipo de reuniones, que también se realizaban en yates o salones de hoteles de los tres continentes, acudían políticos, empresarios, estrellas de cine, criminales, jefes policiacos y militares. Sus sobornos y regalos incluían carros deportivos europeos, joyas y millones de dólares. Sus generosas dádivas llegaban secretamente a los jefes de inteligencia y antinarcóticos de media docena de países, entre ellos México, Cuba, la Unión Soviética, y los Estados Unidos.
Pero ni todo ese poder y fortuna que disfrutaba y amasaba como Barón del narcotráfico, significaban nada para Sicilia cuando de amar se trataba, o en esos momentos plácidos y silenciosos en los que relajado caminaba flotando entre las brumas de la heroína, que le hacía sentir invencible. Su imagen viril y femenina al mismo tiempo, le hacía parecer artista de cine, medio en el que se le vinculaba sentimentalmente con la actriz Irma Serrano, La Tigresa, y la coleccionista de arte, Dolores Olmedo.
Al contrario de Jaime Herrera, Pedro Avilés y Juan Nepomuceno, que poco a poco crearon sus respectivos imperios, Sicilia lo hizo rápidamente. Claro, esto no ocurrió en un día, ni en un año, pero sí poco después de que la “Central Inteligence Agency”, la CIA estadounidense, le impulsó. Así que antes de cumplir los treinta años de edad, Alberto Sicilia Falcón era ya El barón de las drogas en México.
Todo comenzó de forma casi casual. Cierta tarde, de principios de los setenta, se le fue a buscar a su residencia del sur de la ciudad de México. Era un agente de la CIA, un espía del gobierno de los Estados Unidos, alto y de carácter agrio que después de presentarse le invitó a acompañarle fuera de su casa de Jardines del Pedregal. En la calle, al volante de un auto de reciente modelo les esperaba un conductor delgado de traje oscuro, con características físicas muy similares al del primer hombre, pero de fácil sonrisa. Incluso sonrió al cubano cuando le vio abordar el vehículo.
Sicilia y el agente de la CIA ocuparon el asiento trasero de piel negra. Sicilia observó con cierta inquietud cómo por el espejo retrovisor el conductor le miraba con insistencia. El otro agente, impaciente, le golpeó con los dedos el hombro derecho con cierta brusquedad, y la mirada del conductor pasó a la avenida. El primer agente, sin suavizar su gesto, le confirmó que debía arrancar el vehículo.
–¡Vamos! –ordenó.
El conductor giró la llave del encendido y el motor ronroneó; de inmediato el auto empezó a moverse y fue ganando velocidad hasta llegar a la avenida Palmas.
Sin pronunciar palabra alguna, el primer agente se desabrochó el saco, pasó los dedos por su pelo castaño y se miró la palma de ambas manos, como buscando algo perdido. Llegaba hasta ellos el olor dulzón de los enormes y frondosos árboles que parecían vigilar la transitada avenida. Los rumores de los vehículos crecían a medida que el auto avanzaba en la cálida tarde. Los últimos rayos del sol rojizo ofrecían al cubano la vista de la larga sombra del vehículo ondulándose silenciosamente sobre los edificios.
Los ruidos se apagaban y menguaba la multitud, cuando el conductor dejó la avenida Palmas y poco después entraba a Polanco, para poco más adelante detenerse al lado de una frondosa jacaranda de flores color violeta, frente a una puerta estrecha pero imponente. Era una de las propiedades de la Agencia en la ciudad de México. Un lugar a donde se reclutaba a muy selectos narcotraficantes para –con el conocimiento pleno del Departamento de Estado norteamericano–, utilizar las drogas como un vehículo de dinero e influencia en apoyo a terroristas “amigos”, como los Contras y otros grupos en todo el mundo.
A esta casa situada en Polanco, muy cerca de la embajada estadounidense en México, entraban y salían traficantes de drogas “amigos de Estados Unidos”, cuyos dominios abarcaban los miles de kilómetros que hay desde Florida, Estados Unidos, hasta los lejanos campos de Sudamérica, donde comenzaban a reinar los grupos colombianos de Medellín y Cali comandados por Escobar, Ochoa, Rodríguez Gacha, y los Rodríguez Orejuela. Era aquí donde el narcotráfico era política del gobierno norteamericano, y desde donde la CIA apoyaba a los principales contrabandistas de opio, mariguana y cocaína que envenenaban al pueblo estadounidense.
El cubano siguió al agente de la CIA por un recibidor iluminado con luz eléctrica y tapizado de rico brocado. Entraron en una sala igualmente iluminada y decorada, y el agente –sin decir nada– dio media vuelta y se fue. Allí, sentado ante un gran escritorio de madera, estaba un hombre grueso de pelo castaño. Estaba en mangas de camisa –muy blanca– y sin corbata. En la sala, además del escritorio, en el que no había más que una botella de whisky, dos vasos de vidrio y un grueso folder de color ocre, sólo había una silla. De la pared que estaba detrás del hombre grueso, colgaba el grabado de un Cristo. El cubano se prendió un momento en el doliente rostro del crucificado, y luego miró al gordo cuando le escuchó:
–Bienvenido, señor Alberto –dijo amistosamente el gordo a manera de saludo con una amplia sonrisa, pero sin invitarle a sentarse. El cubano no se movió y el gordo continuó en el mismo tono–. Siempre da gusto conocer a un hombre de amplios negocios en México, de iniciativa –masculló, al tiempo que con sus gruesos dedos de la mano derecha empujaba hasta él el grueso folder de color ocre.
De pie, el cubano pudo apreciar que al frente del folder había un círculo azul, en cuyo interior resaltaba la imagen de la cabeza blanca de un águila sobre un delgado listón con transversales barras rojas; la testa y el listón estaban sobre un escudo blanco en cuyo centro destacaban, encimadas entre sí, dos estrellas rojas. Todo esto, dentro del círculo azul, estaba coronado con el texto “Central Inteligence Agency”, la CIA.
Con sus gruesos dedos, el gordo abrió el abultado folder y sobre el escritorio extendió parte del contenido, para que el visitante lo viera. A la vista del cubano aparecieron varias fotos y textos mecanografiados y en manuscrito, alusivos tanto a él como a sus amistades, cómplices y familia.
El cubano supo de inmediato que esas fotografías y textos, reseñaban parte de su vida desde su llegada a Miami y sus frecuentes viajes a la ciudad de Tijuana, México. El gordo levantó las cejas y movió la cabeza de arriba abajo lentamente; luego con la misma parsimonia recogió las fotos y los escritos y los devolvió al interior del folder. Hasta entonces el cubano rompió su silencio.
–¡Qué puedo decir, señor, si usted todo lo sabe!… Bueno, sí, una cosa, por dinero, señor, sólo por dinero. ¿A quién no le gusta el dinero? –dijo, sonriendo.
–El dinero, el poder… y muchas otras cositas más, ¿no amigo Alberto?
Sicilia entendió que el gordo se refería a sus gustos sexuales, y se limitó a sonreír. Para qué dar explicaciones sobre lo evidente, pensó.
El gordo se levantó, y devolviéndole la sonrisa cogió el grueso folder; fue hasta el muro donde colgaba el grabado del Cristo, lo ladeó y apareció una puertecilla metálica, color gris.
–¡La caja fuerte! –dijo, abriéndola y metiendo allí el grueso expediente, mientras invitaba al cubano a tomar asiento en la solitaria silla, frente al escritorio de madera. Luego sirvió una generosa ración de whisky en cada uno de los dos vasos, y hablaron de negocios.
Cuando horas después Alberto Sicilia Falcón abandonó aquella propiedad, ya había hecho suyo un rico y prometedor futuro. A cambio de transportar armas a los grupos anticastristas de Centroamérica, la CIA se comprometía a ampliarle su negocio de narcóticos en Tijuana. Lo demás correría por su cuenta, pues la Agencia estaba enterada de sus estrechos vínculos que había logrado en el sistema de impartición de justicia y la clase política del gobierno del presidente Díaz Ordaz y ahora en el de Luis Echeverría.
En efecto, la CIA sabía que en México Sicilia contaba con amistades en diversos sectores y gremios: en el político, en el militar, en el policiaco, en el empresarial y en el artístico. Y, sobre todo, conocía a fondo las reglas de juego del país.
Sicilia Falcón, narcotraficante astuto cuya sola ética consistía en el dinero y la servidumbre, durante más de cinco años fue utilizado como instrumento del gobierno estadounidense. A cambio, durante todos esos años sin ningún problema traficó mariguana y cocaína a Estados Unidos, que mensualmente le generaban utilidades por cerca de veinte millones de dólares.
Así se convirtió en el principal narcotraficante de México, pero también en proveedor de armas para los narcos ligados a las actividades contrarrevolucionarias de la CIA en México y toda Latinoamérica.
Las armas las suministraba la agencia de espionaje que, a través de Sicilia y de otros “traficantes amigos”, mantenía una red que intercambiaba heroína y mariguana por armamento que se enviaba a las guerrillas, con la esperanza de que los gobiernos latinoamericanos asediados solicitaran ayuda militar de Estados Unidos (extracto de Los Tufos del Narco 1 –Narcos Viejos Continuará).
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