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Los Tufos del Narco: Leopoldo Sánchez Celis; Sinaloa, 1960-1970

José Luis García Cabrera
Gracias a las grandes obras hidráulicas construidas a partir de la década de los cuarenta, y a un sostenido crecimiento demográfico, Sinaloa empezó a ponerse a tono, para bien o para mal, con la modernidad nacional.
Fueron los años de las presas Sanalona, la Miguel Hidalgo y la Adolfo López Mateos; del descubrimiento de la riqueza del litoral sinaloense, de la industria pesquera y naviera; del despegue agrícola, particularmente de la horticultura, y la consolidación de las organizaciones agrícolas, y de los bancos Agrícola de Sinaloa, del Noroeste de México y el Provincial de Sinaloa; los años, en fin, en que Sinaloa pasó de poco menos de medio millón de habitantes en 1940, a casi ochocientos cuarenta mil en 1960.
Paralelamente, sin embargo, también fueron los años en los que la sociedad sinaloense sufrió una severa desagregación simbólica, normativa y moral.
Separación que sumió a la entidad en un desorden social en el que las leyes dejaron de ser aplicables u obedecidas, produciendo caos o desorden social, del que todavía no ha alcanzado a salir por completo. Y no bien repuesta de las tempestades demográficas y económicas de esas fechas, con sus sabidas connotaciones colectivas, sobre los sinaloenses cayó la maldición del narcotráfico.
A la inusitada explosión demográfica, la migración del campo a la ciudad, la explosiva demanda de satisfactores básicos y secundarios, y la insuficiente capacidad de respuesta gubernamental para atender esta expectativa desbordada, se sumaron el narcotráfico y sus consecuencias sociales que, entre otros hechos, modificaron la fisonomía citadina, crearon sincretismos, y propiciaron el surgimiento de otras conductas; hicieron a un lado el bucolismo parroquial y provinciano. De pronto, los sinaloenses, al verse ante un espejo vieron una imagen extraña, ajena a aquella en que se reconocieron tantas mañanas campiranas.
¿Cómo se originó este problema? ¿De dónde y cómo llegó para anidarse en la serranía sinaloense y luego desplegarse por otros estados de la República Mexicana?: Con la llegada de los emigrantes chinos, a principios de siglo veinte.
Los emigrantes chinos trajeron la semilla de amapola. La sembraron en sus huertos y el producto, el opio, lo utilizaban para su uso personal, para satisfacer un vicio muy arraigado que se transmitía de padres a hijos allá en China, su patria lejana. Así se introduce en Sinaloa el cultivo de la amapola y el consumo y el tráfico de opio.
Los emigrantes chinos llegaron en grupos numerosos y arribaron a Sonora y Sinaloa, huyendo de la explotación a la que eran sometidos en las minas de cobre de Santa Rosalía, Baja California Sur, a donde fueron llevados en 1885 por la empresa francesa Compagnie du Boleo.
En México, el control del opio, la morfina y la cocaína, comenzó durante la presidencia de Elías Calles, quien expidió un decreto en 1925 en el que fijaba las bases para la importación de esos enervantes. Un año después, el Código Sanitario prohíbe el cultivo y comercialización de mariguana y adormidera.
En 1927 se desataron encarnizadas campañas contra los ciudadanos chinos asentados en el país. Acusados de ser opiómanos, la mayoría fueron expulsados del territorio nacional. Los que lograron permanecer se recluyeron en los intrincados terrenos de la sierra, donde su adicción al opio se recrudeció al igual que su rencor.
Durante la Segunda Guerra Mundial, con el consentimiento tácito del presidente Manuel Ávila Camacho y el financiamiento del gobierno de Roosevelt, el cultivo de la amapola se hizo ya con fines de comercialización, por la demanda cada vez más fuerte del opio en los hospitales militares de la Unión Americana. Es cuando algunos chinos comenzaron a asesorar a campesinos sinaloenses pobres para la explotación de la amapola a gran nivel.
La amapola, entonces, se convirtió en el recurso más socorrido de quienes, flagelados por miserias ancestrales o financiados por aventureros ávidos de fortuna rápida (entre ellos los miembros de la Mafia italo-americana), quisieron enriquecerse de la noche a la mañana con el dinero proveniente de las drogas. El cultivo generó una bonanza en la región. Los campesinos de la sierra y sus intermediarios nunca habían visto tanto dinero junto.
Pero al terminar la guerra, los dos gobiernos acordaron ponerle fin al cultivo. Se les dijo a los gomeros (los que producían y exportaban la goma del opio) que volvieran a sembrar el frijol y el maíz.
Pero después de haber probado las mieles de la amapola, ¿quién volvería a hacerlo? Menos cuando llegaron los italo-americanos de la Mafia que operaban en la Unión Americana, dispuestos a financiar el cultivo.
Así es como en la década 1940-1950 se inicia el cultivo de la amapola o adormidera en Sinaloa, destacadamente en el municipio de Badiraguato, para abastecer de heroína a los estados Unidos.
El combate a cultivos prohibidos y al tráfico de drogas comenzó de inmediato. Pero también, simultáneamente, la corrupción y la sistemática violación de los derechos humanos. Si bien la ilícita actividad empezó a ser combatida desde entonces, los mismos jefes de estas campañas, venidos de la ciudad de México, fomentaron tales actividades fijando un tributo a los campesinos, primero en especie, y en años subsecuentes en efectivo.
Así comenzó la leyenda negra de Sinaloa. Entidad a la que en 1963, a la edad de cuarenta y siete años y en el penúltimo año del sexenio del presidente Adolfo López Mateos, llegó como gobernador Leopoldo Sánchez Celis, el político que un año antes como candidato del PRI a la gubernatura, en Badiraguato, prometió acciones contra los sembradores de adormidera. Pero aunque la clase política le consideraba “el político más completo que ha dado Sinaloa”, los sinaloenses desconfiaban de él.
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Procedente de una humilde familia, Leopoldo Sánchez Celis nació el 14 de febrero de 1916 en el municipio de Cosalá, Sinaloa. Desde muy joven una de sus pasiones fue la política, que le permitió destacar a lo largo de su vida en diversas responsabilidades: fue diputado local, diputado federal, senador de la República y ahora gobernador.
Antes de esto, Sánchez Celis era una de las grandes figuras del PRI de la década 1950-1960.
Era un ejemplar perfecto del político de grueso puro y sombrero; atrabiliario y pistolero; socarrón y dicharachero; sonriente y despiadado. Sánchez Celis controlaba buena parte de Sinaloa, y capitaneaba un grupo que se encargaba de suministrar la mariguana y la goma de la adormidera a los traficantes estadounidenses. Como todo cacique, se creía dueño de vidas y haciendas y no permitía que nadie le cuestionara, ni por equivocación.
Cierto día, entró a una cantina de Culiacán donde degustaba un periodista que neciamente le criticaba en su columna. Ante el inesperado arribo del temido mandatario, el comunicador intentó abandonar el lugar. Al ver esto, Sánchez Celis, sin borrar de su rostro la sonrisa, se le acercó y poniéndole la diestra sobre el hombro, le dijo en voz tan alta que todos los parroquianos de la cantina lo escucharon:
–No se preocupe, ni se vaya mi amigo. Usted y yo seremos enemigos hasta que yo lo decida, no cuando usted quiera.
Después de darle una palmaditas afectuosas, con un tono de voz amenazante agregó:
–Y cuando eso pase, sépalo de una vez, usted no tendrá ni tiempo de enterarse.
Otro caso: A los pocos meses de haber llegado a la gubernatura, Sánchez Celis ordenó la persecución en contra de uno de los hombres más respetados y queridos del estado, el historiador, fundador y director del Museo Regional y de la Biblioteca Pública de Sinaloa, Antonio Nacayama Arce, a quien poco después destituyó de sus cargos. En no pocas ocasiones, pública y severamente, el historiador había criticado la administración estatal. Cuando se le preguntó a Sánchez Celis los motivos de la persecución y el despido del erudito, sin rubor dijo:
–Mi gobierno es para los amigos, y Nacayama no es mi amigo.
Una vez que Sánchez Celis llegó a la gubernatura, sus acompañantes eran hombres armados, que más que consejeros parecían guardaespaldas o pistoleros. Se sabía que algunos de esos individuos habían estado en prisión o estaban familiarizados con el tráfico de drogas, como Hugo Izquierdo Hebrard y Miguel Ángel Félix Gallardo.
Al primero lo había sacado de la cárcel de Lecumberri para que trabajara para él bajo el nombre de “José Chávez”; había sido encarcelado por la muerte del senador Mauro Angulo. Félix Gallardo, como agente de la Policía Judicial del estado, se desempeñaba como guardaespaldas de los hijos del gobernador, y simultáneamente trabajaba para el grupo de Pedro Avilés.
Sánchez Celis no era bien visto por algunos gobernadores de otras entidades. Tenía fama de tramposo, lo que podía perdonársele. Lo que no le pasaban era el hecho de que fuera incapaz de mantener el orden en su estado. En Culiacán y en Mazatlán había demasiados muertos, excesivas ejecuciones y una gran cantidad de actividades incontroladas. Si en los años veintes los traficantes de alcohol habían convertido a Chicago en una ciudad estadounidense incontrolable, los traficantes de drogas habían transformado a la capital sinaloense en algo peor que salvaje.
Durante el sexenio de Sánchez Celis (1963-1968), en Sinaloa surgió abiertamente el tráfico de drogas. La entidad ocupó el primer lugar en la mariguana y el cultivo de la adormidera.
Las cifras más impresionantes en esos años fueron las relativas a la mariguana, con gran demanda entre los soldados y los estudiantes estadounidenses. En 1966, las autoridades federales informaron de la destrucción, en mes y medio, de tres mil toneladas de la yerba sólo en Chihuahua y Sinaloa. Entre setenta y cinco y ochenta por ciento de la heroína y casi la totalidad de la mariguana introducidos a los Estados Unidos llegaron de México. El contrabando de mariguana desde México a la Unión Americana era de tres a cinco toneladas por semana.
El auge de la yerba creó fortunas más rápido que antes; el número de adictos y de traficantes creció en Sinaloa de manera exponencial, lo mismo que los asesinatos de policías judiciales de alto rango. Los códigos no escritos se habían roto.
Eso era algo de lo mucho que los otros gobernadores no le perdonaban a Sánchez Celis: que en Sinaloa no se respetaran las viejas reglas del juego. Es decir, que los traficantes se metieran con las jerarquías más altas de la Policía y utilizaran la capital sinaloense como campo de batalla.
Cuando Sánchez Celis se enteró de lo que de él opinaban algunos gobernadores, enojado, con un tercero mandó decir a los traficantes que bien conocía:
–Diles que se vayan de Sinaloa; que se maten donde quieran. Que aquí nomás trabajen.
Leopoldo Sánchez Celis, era, pues, el típico cacique regional, bragado y entrón. Muy similar al potosino Gonzalo N. Santos, El Alazán Tostado, para quien, al igual que para el sinaloense, “la moral era un árbol que daba moras”, o “vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”; “la democracia está nomás en las urnas robadas”; o aún más: “amistad que no se refleja en la nómina del gobierno no es amistad”.
Conclusión: Durante la administración de Sánchez Celis, el narcotráfico inundó todos los poros de la sociedad regional. Sinaloa dejó de ser lugar de siembra y se convirtió en una entidad exportadora, de distribución, consumo y trasiego de drogas hacia los Estados Unidos, lo que trajo como consecuencia notable violencia y cambios en la mentalidad y las costumbres de los sinaloenses, en especial la población juvenil. Y lo peor: dio paso a una nueva generación de traficantes que de inmediato impuso su propia ley.
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Luego de Sánchez Celis, a Sinaloa llegarían los gobernadores Alfredo Valdés Montoya (1969-1974; Sinaloa, Alfonso Calderón Velarde (1975-1980); Antonio Toledo Corro (1981-1986); Francisco Labastida Ochoa (1987-1992); Renato Vega Alvarado (1993-1998) y Juan S. Millán (1999-2004), y el narcotráfico siguió imperando en el estado durante las tres décadas que éstos gobernaron.
Pareció que al igual que Valdés Montoya se acobardaron, o que junto con el gobierno federal dejaron que el negocio floreciera, pues las luchas que emprendieron en su contra (incluyendo la Operación Cóndor) fueron simples simulaciones o se hicieron cada vez más débiles. Los narcos estaban radiantes de alegría (extracto de Los Tufos del Narco 1 –Narcos Viejos).
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