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Los Tufos del Narco: Pablo Acosta Villarreal y los Carrillo Fuentes
José Luis García Cabrera
En 1977 Pablo Acosta Villarreal era un hombre a quien todos acudían en busca de ayuda. Por eso mismo todos los días su casa se llenaba de vecinos, la mayoría gente menuda y pobre que deseaba un favor. En todo Chihuahua se le conocía como El Robin Hood de Ojinaga, El Padrino, El Zorro de Ojinaga, aunque también El Pablote, por su corpulencia y altura: pesaba más de cien kilos y medía un metro ochenta.
Ahora, Acosta Villarreal estaba de pie ante la puerta de su rancho, en el ejido Santa Elena, para recibir a los hermanos Amado, Cipriano y Vicente Carrillo Fuentes, recomendados por el tío de éstos, Ernesto Fonseca Carrillo, Don Neto, su amigo. Los recibió con muestras de afecto. Era su carácter.
Los tres hermanos se sintieron halagados por tan efusivo recibimiento, hasta pensaron que el del favor era él y no ellos, que llegaban hasta esa pequeña e inhóspita villa fronteriza, en medio del desierto, en las márgenes del río Bravo, para aprender el negocio bajo la supervisión de aquel gigantón que gustaba de los sombreros finos, las metralletas R-15 y las camionetas Bronco, tanto como ayudar a la gente necesitada.
De acuerdo a lo hablado con Don Neto, Acosta Villarreal debía enseñar a los Carrillo Fuentes hasta los últimos recovecos del peligroso negocio, para que pudieran seguir la tradición familiar. Así lo había resuelto Don Neto, a sabiendas que el mejor maestro que podrían tener sus jóvenes sobrinos era El Pablote, el hombre que había comenzado de la nada y ahora era reconocido como el principal traficante de cocaína, heroína y mariguana de la región nororiente de Chihuahua, y por eso era el encargado de Ojinaga, la importante plaza fronteriza de la organización de Pedro Avilés.
Al margen de su innata habilidad, la asunción de Acosta Villarreal se dio casi por casualidad. Nació el 26 de enero de 1937, en el interior de una casucha de piso de tierra de Ojinaga, poblado del estado de Chihuahua situado a orillas del río Bravo en la frontera con el estado de Texas, Estados Unidos, y cuyo nombre es en honor de Manuel Ojinaga, militar liberal que combatió la intervención francesa, y gobernador del estado muerto por los imperialistas.
Su padre Cornelio Acosta, un humilde campesino que contrabandeaba yerbas medicinales y otras cosas sin importancia para mantener a su numerosa prole, fue asesinado en 1958 en el interior de una cantina de Fort Strockton, por una vieja rencilla familiar. La muerte de su progenitor coincidió con los inicios de Pablo –a la edad de veintiún años– en el negocio de la heroína.
Una década más adelante, en 1968, fue aprehendido y enviado a una prisión de Pecos, al ser sorprendido por policías estadounidenses contrabandeando la droga. Fue juzgado y sentenciado a ocho años de cárcel, pero se le liberó al compurgar sólo cinco. Cuando regresó a Ojinaga, se enteró que la plaza ya era controlada por Pedro Avilés.
Se enteraría también la forma brutal y sádica cómo el duranguense se deshacía de quienes le disputaban la zona o traicionaban: quemándolos vivos, hasta reducirlos a humeante carbón. Como sucedió a Domingo Arana, quien le manejaba la plaza. Domingo fue reducido a cenizas cuando Pedro descubrió que le robaba parte de los cargamentos y le había engañado, al responsabilizar de los robos a Francisco Carrión, al que había ejecutado para cubrir sus hurtos.
Pedro nombró sucesor del difunto Domingo a Manuel Carrasco, con quien comenzó a trabajar Pablo apenas fue liberado, aprovechando sus contactos que había hecho en la prisión estadounidense. Pero su buena suerte llegó tres años después, en 1976, cuando Carrasco, en una estúpida pelea de cantina, dio muerte a Heraclio Rodríguez Avilés, sobrino de Pedro, que –dicho sea de paso– para entonces buscaba un pretexto para deshacerse de Carrasco a quien, antes del fatal pleito, la Policía estadounidense le había decomisado poco menos veinte kilos de heroína y una tonelada de mariguana de su propiedad.
Cuando Manuel se enteró que Pedro le había puesto precio a su cabeza, sin pensarlo dos veces huyó y la plaza la tomó Shorty López, amigo cercano de Pablo. Pero Shorty no pudo explotar a plenitud la importante plaza fronteriza, porque la gente de Manuel le asesinó a los pocos meses. De esa forma, Pablo se quedó como encargado de Ojinaga.
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Cuando los Carrillo Fuentes llegaron a Ojinaga, Pablo Acosta ya se había convertido en El Padrino, además se sabía que era un importante miembro del grupo de Pedro Avilés, y que sus ingresos mensuales eran millonarios, de los cuales una parte era para los hermanos Carrillo Fuentes, por el sólo hecho de ser sus amigos y aliados en el negocio de las drogas, por recomendación de su amigo Don Neto.
Como Don Neto le había pedido que enseñara el negocio a sus tres sobrinos, Pablo Acosta lo hizo y quedó sorprendido por la rapidez en cómo éstos lo aprendieron. Finalmente, cuando al paso de los meses el joven Amado –tenía veintisiete años– se fue ganando su confianza, decidió nombrarlo su jefe de seguridad o jefe de escoltas.
Desde entonces y durante unos cuantos años, Amado vivió al lado de Pablo, instruyéndose, como cualquier aprendiz. Se ocupaba, además de proteger la integridad de El Pablote, de hacer prosperar al grupo de Pedro Avilés, de quien también había aprendido los primeros pasos del negocio en aquella región del país.
En Ojinaga, Acosta Villarreal ponía los cimientos de lo que más adelante se transformaría en el poderoso cártel de Juárez. Con sorprendente eficacia transportaba enormes volúmenes de droga al otro lado del río Bravo, casi en las narices de policías norteamericanos. Aunque su área de operación se remitía a Ojinaga, que no excedía a los diez mil habitantes, la relevancia de sus cargamentos le hizo tener una influencia decisiva en toda la vasta entidad, para lo que sería el poderoso cártel de Juárez.
Ya desde muy joven, cuando se dedicaba a la fayuca, además de generoso con los que menos tienen, a Pablo Acosta se le conocía como un “hombre de pocas palabras”. Su rostro de gesto de por sí duro que cubría con un espeso bigote, se volvía granítico con quienes dudaban de su autoridad o le desafiaban. Un día, Fermín Arévalo, uno de sus competidores, quiso calar qué tanto había de cierto sobre lo mucho que se contaba de él, y cometió la insensatez de retarlo públicamente.
–Para mí que ese Pablito es pura lengua, pues el único que aquí manda soy yo… Y a las pruebas me remito –dijo fanfarronamente a sus acompañantes en aquella juerga, ya pasado de copas.
Días más adelante, a plena luz del día, luego de haberlo torturado y desollado, Pablo arrastró el cuerpo de Fermín Arévalo hasta la plaza principal de Ojinaga. Lo dejó ahí, a la vista de todos, como un claro mensaje de lo que les sucedía a quienes dudaban de su autoridad. Desde entonces los vecinos de Ojinaga quedaron impresionados por la furia que se imprimía en el rostro del Pablote, cuando se enojaba.
Acosta Villarreal siguió prosperando y extendiendo sus tentáculos de corrupción en los tres niveles de Gobierno: municipal, estatal y federal, y hasta comenzó a creer que realmente era intocable e indestructible.
Para principios de la década de los ochenta, con la protección de algunos miembros de la PJF, la Policía Judicial del estado de Chihuahua, y del Ejército, que incluso asistían a sus frecuentes fiestas, desde Ojinaga Pablo controlaba el tráfico de heroína, cocaína y la mariguana a lo largo de doscientos kilómetros de frontera entre México y Estados Unidos.
Junto con Amado, su mejor pupilo, traficaba más de sesenta toneladas de cocaína por año para el colombiano Carlos Lehder, uno de los principales socios del cártel de Medellín, además de la mariguana y la heroína, que eran su principal negocio. Con esa protección, cada mes El Pablote garantizaba la seguridad de cinco toneladas de cocaína que traía desde Colombia en aviones de turbohélice. Las aeronaves aterrizaban en el aeropuerto municipal o en pistas de los ranchos de Ojinaga.
Al correr del tiempo, junto con el poder y el dinero también crecieron sus excesos y vicios. Comenzó a abusar de las drogas y el alcohol.
–Don Pablo se la pasa tomando y fumando baserola (combinación de mariguana y cocaína en “piedra” que raspaba y la inhalaba a través de cigarrillos de tabaco) –comentaban en voz baja sus vecinos que realmente le estimaban.
Pero quizá el peor error de El Zorro de Ojinaga, fue el haberse dejado llevar por la soberbia. Cuando la serpiente de este pecado capital le clavó sus ponzoñosos colmillos en el alma, comenzó lo que sería su debacle. Y ya nadie podría ayudarle, pues olvidó que el narcotráfico es un negocio donde el silencio es el seguro de vida. Comenzaba el principio del fin para El Pablote.
(Extracto del fascículo 2 de Los Tufos del Narco: Caro Quintero El Capo Viejo)
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