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Los Tufos del Narco: Rafael Caro Quintero
José Luis García Cabrera
Después de tres años de relaciones, Rafael Caro Quintero echaba de menos a Sara cuando no la tenía a su lado. Por las noches soñaba con ella, pero los suyos no eran los sueños de un adolescente ni los de un joven esposo. Tampoco su desolación era por el hecho de no tenerla o no sentir el calor de su escultural cuerpo, ni tampoco nada que ver con lo sentimental.
Rafael echaba de menos a su amante porque, aunque muy joven, era la única mujer que sabía hacerlo gozar plenamente en la cama. Y no obstante saber que existían montones de mujeres que con gusto harían el sexo con él, pensaba que no había otra mujer capaz de lograr lo que Sara.
Ahora, para escapar de la persecución de la que era objeto por parte de la DEA y la policía mexicana a raíz del “descubrimiento” de su rancho El Búfalo, en Chihuahua, y posterior secuestro y asesinato de Enrique Camarena Salazar y el piloto Alfredo Zavala Avelar, Rafael se dejaba acariciar por el sol y el aire de Costa Rica, teniendo a sus pies a la bella Sara, que en esos momentos jugueteaba con sus dedos.
Era la tarde del 3 de abril de 1985 y estaban junto a la piscina de la suntuosa quinta La California, al noroeste de San José, a donde habían llegado desde el 17 de marzo procedentes de Culiacán.
A pesar de que eran observados por los pistoleros Miguel Ángel Lugo Vega, Albino Bazán Padilla, José Luis Beltrán Acuña y Juan Francisco Hernández Ochoa, Sara acariciaba despreocupadamente el desnudo muslo del sinaloense y cada vez subía más sus dedos hasta la entrepierna de él.
–Shit, Sarita, frena tu carro –dijo Rafael, sonriendo y sin convicción–. Pensaba que las niñas ricas eran más recatadas –agregó en un murmullo lleno de complicidad.
–Rica o no, sólo soy una mujer con su hombre –replicó Sara, burlonamente.
Rafael se sorprendió al comprobar cuánto lo excitaba el contacto de la mano de aquella chiquilla de diecisiete años perteneciente a una de las más prominentes familias de Guadalajara cuyo padre había sido secretario de Educación de Jalisco, y su tío, Guillermo Cosío Vidaurri, era un conocido político jalisciense que años después llegaría a la gubernatura de ese estado. Rafael trató de disimular su emoción, pero sin éxito.
–Deja de molestarme, Sarita, por favor –dijo, con voz que denotaba deseo carnal.
Sara obedeció. Puso su cabeza sobre el regazo de él y cerró los ojos. Le divertía la excitación del sinaloense, y le agradaba el suave calor que se desprendía de sus fuertes muslos tostados por el sol. Cuando Rafael le pasó la mano por la cabeza, para alisarle el pelo, Sara le tomó la muñeca y sintió latir su acelerado pulso. Aquella noche le haría enloquecer de amor, pensó.
Rafael miraba a la poca gente que estaba alrededor de la piscina. ¡Cuánto había cambiado su vida en los últimos años! Nunca hubiera imaginado tener para él solo a una chiquilla como Sara; mucho menos poseer una fortuna como la que estimaba tenía: ¡cien mil millones de pesos, unos quinientos cincuenta millones de dólares!, al tipo de cambio de entonces: doscientos pesos por dólar.
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Hasta antes de entenderse con Rafael, en 1981, a los catorce años, Sara Cosío Vidaurri Martínez era novia de uno de los miembros de una de las familias más conocidas de Guadalajara: Martín Curiel. Pero a Rafael, de treinta y un años, esto no le importó. La cortejó y sedujo con regalos millonarios: autos Grand Marquis, Cadillacs, joyas preciosas, finos relojes y dinero, mucho dinero en efectivo, en dólares, tanto para ella como para sus padres.
Después de su primer encuentro, Rafael y Sara lo hacían una vez por semana, a veces más, pero nunca menos. Los días que precedían a sus encuentros, para ambos eran largas horas de espera. En su pasión nada tenían que ver los sentimientos, porque era tan caprichosa y deseosa de sexo, como Rafael. Le gustaban los lujos y el dinero, como a Rafael. Y él lo supo desde el principio. El suyo, pues, era simplemente un amor carnal. Nada más.
Poco antes de partir hacia Costa Rica, en uno de sus tantos caprichos, Sara se había ido a Culiacán y Rafael fue a buscarla. No era la primera vez. En diciembre de 1984, Sara lo había seguido hasta su castillo de Caborca, Sonora, y Rafael la entregó a instancias del comandante Aldana y por mediación de Miguel Ángel y El Azul. Tres meses más tarde, el 8 de marzo de 1985, cuando la estudiante del sexto semestre de bachillerato se fue a Culiacán, nuevamente Rafael la siguió. “¿Cómo la dejo sola en Culiacán?”, pensó.
Sí, prácticamente todo mundo sabía de esas relaciones consensuadas. Por común acuerdo, al contrario de lo que públicamente decían sus familiares, la pareja tenía como tres años.
El papá de Sara, César Octavio, y su tío Cosío Vidaurri, ex alcalde de Guadalajara, ex dirigente del PRI capitalino y entonces secretario de Gobierno de la ciudad de México, intentaron ocultarlo, aunque don César Octavio conducía el lujoso Cougar que Rafael le había regalado, mientras que Cosío Vidaurri hacía lo mismo en el otro Cougar que el amante de su sobrina le había obsequiado a ésta.
Por otro lado, el papá y la mamá de Sara acompañaban a la pareja por dondequiera. Todo mundo los miraba, pero disimulaba. Aún así, cuando los noticiarios de la radio y la televisión informaron que la Policía buscaba a Rafael por el caso Camarena – Zavala, los padres de Sara dijeron que contra su voluntad, por tercera ocasión, el sinaloense se había llevado a su hija desde el 8 de marzo.
Para salir de México, Rafael recibió el apoyo del hondureño Matta Ballesteros, ampliamente conocido en Costa Rica donde poseía infinidad de propiedad y amigos influyentes. Mediante esas amistades, el hondureño logró que Rafael y Sara volaran desde México rumbo a Costa Rica sin papeles, pasaportes ni visas, acompañados de sus cuatro guardaespaldas. Lo hicieron a bordo de un avión de la Compañía Proveedora de Servicios de Guadalajara, propiedad de los hermanos Eduardo y Javier Cordero Staufert, quienes serían detenidos acusados de lavar dinero de pesos de Rafael, a través de diversos negocios.
Desde que llegaron a Costa Rica, la pareja y sus acompañantes se alojaron en la quinta que poco antes habían comprado los socios de Rafael: José Inés Calderón y Jesús Félix Gutiérrez. Los enamorados permanecían juntos y completamente desnudos durante horas en la suntuosa recámara para ellos acondicionada.
La servidumbre preparaba comida en grandes cantidades para la pareja y sus cuatro guardaespaldas. A veces, cuando Rafael se levantaba para prepararse alguna bebida, ella lo seguía. Al principio Sara se sintió avergonzada de sus “excesos”, pero aquello desapareció cuando se percató que a Rafael le gustaban.
Cuando por los noticieros de la televisión se enteraron que la Interpol buscaba a Rafael por la muerte del agente de la DEA y el piloto mexicano, y por su “secuestro”, Sara se dio cuenta por primera vez que su amante podía estar en peligro. Entonces, comenzó a sentir la necesidad de saber de su familia; comunicarse con su madre y su padre. Le angustiaba el no saber de ellos, pero también recordaba que Rafael le había enumerado los riesgos que eso implicaba, y por lo tanto no debía hacerlo.
Pero el día que finalmente ya no pudo estar sin saber nada de su madre, estuvo minutos y minutos pegada al teléfono diciéndole cuánto la extrañaba; qué cómo estaba, y desde dónde ella, a escondidas, le hablaba.
Desde entonces, las llamadas se sucedieron regularmente, hasta el momento en que fueron interceptadas por la DEA (extracto del fascículo 2 de Los Tufos del Narco: Caro Quintero, el capo viejo; 1985-2014).
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