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Los Tufos del Narco: El soplón y el policía que sabían mucho; 1977
José Luis Garcia Cabrera
El abogado Alfredo Campos estaba en la oficina que la DEA tenía instalada en el segundo piso de la embajada de Estados Unidos en México. No quería volver a la cárcel a la que temía, y si era necesario se volvería soplón de la agencia estadounidense. Le informaría sobre sus clientes relacionados con el narcotráfico y los acusaría oficialmente.
Sante Bario, de origen italiano, que había trabajado para el Departamento del Tesoro de la Unión Americana antes de ingresar a la DEA como agente, se arremangó las mangas de su blanquísima camisa, como si se dispusiera atacar al temeroso abogado que permanecía sentado delante de su escritorio. Su jovial rostro –tenía treinta y tantos años– era frío y hosco. Pero Campos intuía que detrás de aquella frialdad del estadounidense había un oculto interés de escuchar su oferta.
–Actuó usted mal –le dijo amenazante el estadounidense en perfecto español–. Usted sabía que estaba bajo investigación y aun así se atrevió a hacer lo que hizo; estará mucho tiempo entre las rejas…
Bario hizo una pausa. Sus claros ojos enmarcados por unas cejas ligeramente pobladas, miraron disimuladamente el pálido rostro del abogado mexicano, para luego fingir que leía un papel relacionado con la detención, y de pronto decir:
–… Pero teniendo en cuenta que usted quiere cooperar con nosotros…, estamos dispuestos a ayudarle…
A partir de entonces, el abogado mexicano metido a narcotraficante y ahora a delator demostró a la DEA que valía más afuera que adentro de la prisión.
Comenzó por proporcionarle informes confidenciales sobre sus clientes. Después se dedicó a decir todo lo que sabía de los jueces y los funcionarios de la PGR corruptos. Con dinero de la DEA, empezó a obtener expedientes que más tarde entregaba personalmente a Bario quien, luego de leerlos y clasificarlos como top secret, los enviaba a su jefe regional, Jacques Kiere.
En Washington, al paso de los meses, esos expedientes que primero causaron revuelo, empezaron a preocupar a mucha gente de la DEA. Entonces, la CIA también se interesó en Alfredo Campos.
La preocupación de ambas agencias, no radicaba en que el soplón mexicano tuviera pruebas de que el procurador general de la República, Óscar Flores Sánchez, protegía a Pedro Avilés, Jaime Herrera Nevarez y a Juan Nepomuceno Guerra, mediante el director de la PJF, general Raúl Mendiolea Cerecero, y Carlos Aguilar Garza, responsable de la Operación Cóndor iniciada en febrero de ese año.
A la CIA y a la DEA no les preocupaba que las figuras centrales del narcotráfico en México fueran jueces, funcionarios del gobierno, de la Policía, del Ejército, empresarios y hasta banqueros. Sus inquietudes eran otras, muy ajenas al combate del narcotráfico y la corrupción.
Ambas dependencias consideraban esos informes como una presión potencial para rechazar los intentos de la PGR de seguir controlando los costosos programas de erradicación.
En dichos operativos, la DEA aportaba los aviones y los helicópteros que rociaban el herbicida sobre los cultivos y sembradíos de enervantes detectados en territorio nacional; las mismas aeronaves la CIA las utilizaba como su perfecta pantalla para continuar con sus trabajos de espionaje en México. Por eso, aunque por muy diferentes motivos, ni la DEA ni la CIA querían estar fuera.
Gracias a los informes de Campos, Bario se convirtió en un cercano e indispensable informante del general Mendiolea Cerecero, viejo amigo del procurador general de la República.
Las relaciones de Flores Sánchez con los principales narcos del país no eran nuevas. Incluso la DFS le había armado un expediente desde sus tiempos como gobernador de Chihuahua (1968-1974), en el que señalaba esas relaciones a través del alcalde Óscar Venegas, con la complicidad de los comandantes de la Policía estatal, Dante Poggio y Efrén Herrera.
Para mantener la confianza de Sante Bario, el veterano jefe de la PJF, frente a él, ordenaba que de inmediato se investigaran todos los casos que sugería el soplón Campos al agente estadounidense. Ya a solas Mendiolea Cerecero daba contraórdenes y especificaba lo que debía hacerse, sólo en casos concretos con la información de Campos.
Aun así, Washington se enteró que renombrados políticos, altos funcionarios de la PGR y de la DFS, estaban involucrados en una gigantesca red de narcotraficantes mexicanos que llegaba a Canadá, Colombia, Bolivia, Perú y Ecuador.
Supo que el subdirector de la DFS, Miguel Nazar Haro, tenía un grupo de supervisores que se arreglaban con altos jefes de la Secretaría de la Defensa Nacional, para que les remataran los enervantes decomisados que más adelante eran colocados en la Unión Americana.
Pero antes de que se actuara en contra de esa organización delictiva y sus principales protectores y cómplices, en el primer fin de semana de octubre de 1978, el puño de los narcotraficantes mexicanos asestaría un duro golpe al curioso, imprudente e ingenuo Sante Bario.
Joanne, su joven esposa, se despertaba apenas cuando sonó el teléfono de su casa en Las Lomas, al sur del Distrito Federal. La llamada se hacía desde la oficina de la DEA en México.
–Lo sentimos Joanne… Sandy (así llamaban a Sante) fue arrestado anoche en San Antonio.
Cuando minutos después la afligida mujer estuvo frente al jefe de su esposo, Jacques Kiere le confirmó:
–Es cierto, Joanne, anoche la división de seguridad interna de la agencia arrestó a Sandy en el Hotel Hilton de San Antonio. Dicen que conspiró con uno de sus informantes para quedarse y distribuir once libras de cocaína que fue robada durante una redada de la DEA aquí, en la ciudad de México. ¿Cómo pudo ser? No lo sé. Lo encontraron con el dinero en su poder.
El arresto de Sandy fue un tremendo golpe no sólo para Joanne, sino también para muchos de sus compañeros de la DEA, en especial Michael Levine, con quien había trabajado por cerca de diez años en otras agencias federales en diversos países. Además, porque Bario era considerado como uno de los mejores agentes encubierto al que el gobierno estadounidense le había otorgado más condecoraciones.
Al momento de su detención, Sandy era una leyenda entre sus compañeros de la agencia. Nadie igualaba su récord de arrestos que habían concluido en condenas contra miembros de la delincuencia organizada internacional y la Mafia italo-americana.
En 1975, Bario y Levine trabajaban en el mismo grupo de la DEA cuando Sandy fue trasferido a México. La División de Seguridad Interior de la agencia intentó retrasar su transferencia, alegando que se le investigaba por vivir con Joanne “fuera del matrimonio”. Indignado, Sandy se enfrentó a la temida División hasta que finalmente ganó una disculpa escrita de sus acusadores.
Para Levine, Bario era un hombre sin nada de miedo o tuviera algo que ocultar. De ahí que jamás creyó que Bario estuviera relacionado con el robo y la distribución de drogas.
Tanto Levine como otros agentes de la DEA, sospechaban que Bario era víctima de una trampa o un complot muy bien orquestado desde el interior de la propia DEA.
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Joanne desde la calle y Sante desde la cárcel de Amarillo, Texas –donde le recluyeron mientras se desarrollaba su juicio penal–, movieron a todos y cada uno de sus contactos en México y Washington, para esclarecer que los cinco mil dólares que tenía en su poder durante su arresto eran para pagar a informantes como Alfredo Campos, el abogado mexicano.
Pero había gente de la DEA interesada en mantenerlo en prisión, o eliminarlo de una vez por todas.
Como policía, por “protección” en la prisión Bario ocupaba una celda separada del resto de los presos, y hasta ese lugar le llevaban sus alimentos.
La mañana del 16 de diciembre de 1978, sentado en su cama, Sante comenzó a comer un sandwich de crema de cacahuate. Tras de tragar un par de bocados, al notarle un sabor extraño, se levantó y arrojó el resto al WC. Momentos después, los guardias le encontraron convulsionándose.
Le habían envenenado con estricnina, el alcaloide que se utiliza para sacrificar perros y gatos; produce agitación, dificultad para respirar y convulsiones que pueden provocar un fallo respiratorio y la muerte cerebral.
El alcaloide se localizó en la sangre del agente federal antinarcóticos, una vez que en la enfermería de la prisión le realizaron pruebas preliminares, donde cayó en un coma del que jamás se recuperaría.
–Lo siento, señora, su esposo fue envenenado –dijo a Joanne el alcaide de la cárcel texana.
Pruebas posteriores, no revelaron ningún rastro del veneno.
–Las primeras pruebas fueron gobernadas en error –dijo un alto funcionario de la DEA encargado de dar la fatal noticia a la afligida mujer, cuando en los primeros días de enero de 1979 le entregaron el cadáver de Sante.
–El informe de la autopsia indica que su esposo murió a causa de la asfixia que le provocó el sandwich que se le atoró en la garganta –agregó el funcionario.
Enterados de la increíble muerte de Bario, muchos agentes de la DEA, entre ellos Levine, comenzaron a sospechar que Sandy había sido asesinado por la propia DEA o la CIA, “porque “sabía demasiado sobre la participación secreta del Gobierno estadounidense en el tráfico de narcóticos”.
Nueve años después, en 1987, el mismo Levine comprobaría que sus sospechas eran fundadas. Eran tiempos en que Levine abiertamente había comenzado a criticar los arreglos subrepticios que la DEA realizaba con la mafia mexicana de los narcóticos.
Cierta tarde de 1987, un alto funcionario de la Agencia le habló por teléfono. Las palabras que utilizó primero le inquietaron y meses después le orillaron a escribir y publicar el libro Deep Cover, donde reseña las actividades secretas la agencia antinarcóticos.
–Mike me caes bien. Recuerda el sandwich de mantequilla de maní –le advirtió al teléfono el alto funcionario de la agencia.
–¿Está usted bromeando?
–Nada de eso, Mike, yo sólo te digo esto, porque me caes bien –y colgó.
(Extracto del fascículo 2 de Los Tufos del Narco: Caro Quintero El Capo Viejo)
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