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Los Tufos del Narco: Jaime Herrera Nevarez, Don Jaime; Durango, 1940-1950

By en enero 20, 2016

José Luis García Cabrera

Como una seria advertencia se tomó el asesinato del coronel Loaiza entre los gobernadores que protegían a determinadas bandas de traficantes de mariguana y adormidera y atacaban a las rivales. Cuando supieron que el secretario de la Defensa, Cárdenas, advirtió que no dejaría impune el crimen, se prepararon para hacer frente a las represalias que indudablemente surgirían entre los cardenistas y los obregonistas que se disputaban las zonas serranas de Sinaloa, Durango y Sonora, el llamado “Triangulo dorado de las drogas”.

Ningún mandatario pensó que los cardenistas se sentirían acobardados por la muerte de uno de sus mejores exponentes en la región: Tostado Loaiza. Sólo el duranguense Jaime Herrera Nevarez, jefe del grupo Los Herrera, adivinó que las cosas continuarían igual, tras el asesinato del gobernador de Sinaloa.

Su ética, como la de todos los traficantes, estaba más relacionada con la lógica de la economía que a los dictados de la ley o de la religión. Además, en su experiencia, los agentes de la policía y los militares, en representación del Estado y responsables de la destrucción de las plantas ilegales y la persecución de los traficantes, más bien promovían el negocio para obtener un beneficio, como todo mundo.

¿Por qué entonces habrían de cambiar las cosas, sólo por la muerte de un gobernador que, como todos, también se había beneficiado del negocio?, pensaba.

La familia Herrera, que destacaba por no recurrir a la violencia para imponerse sobre sus oponentes en el cruento submundo del narcotráfico, se convirtió en una verdadera organización cuando los Estados Unidos y el gobierno de México, deciden sembrar amapola en las sierras de Sinaloa, Durango y Chihuahua, para suplir la escasez del opio como resultado de la Segunda Guerra Mundial que se desarrollaba en Europa.

Herrera Nevarez, con menos de veinte años de edad, dio el paso decisivo que años más adelante lo convertiría en un poderoso traficante de opio. Para cuando termina el conflicto mundial y en México ya se perfilaba para presidente Miguel Alemán, Herrera Nevarez ya era un hombre de negocios. Su organización introducía heroína a las mayores ciudades de la costa oeste de los Estados Unidos, con un completo dominio y control de todas las etapas para su elaboración: el cultivo de la amapola, la extracción del opio, su refinamiento en heroína y su transporte a los principales centros de consumo.

Una de sus características era la estrecha vinculación de sus numerosos miembros. A todos les unían lazos de sangre, y la absoluta lealtad a su patriarca: Jaime Herrera Nevarez, a quien con el paso de los años se le conocería como Don Jaime.

Herrera Nevarez nació en 1927 en el poblado de Durango que precisamente se llama Los Herrera, perteneciente al municipio de Santiago Papasquiaro. Desde adolescente, comprendió que tanto él como sus siete hermanos y cuatro hermanas podrían incursionar con éxito en el tráfico de heroína.

Su organización, a la que impuso que sólo se podía pertenecer mediante el matrimonio, la componían desde las esposas, los suegros, los hermanos y hermanas y se extendía hasta a los primos y sobrinos en tercer grado.

Cuando se inició en el negocio, la componían cerca de cien miembros. Era la época en la que los militares llegaron a Durango para permitirles sembrar la adormidera, a cambio de un porcentaje de las ganancias; les ofrecieron ayuda, apoyos y protección.

Antes de aquella visita, los ingresos de la familia se basaban en la siembra de maíz, avena forrajera, frijol y papa, que cultivaban en unas cuantas parcelas y les aseguraba trabajo, comida y una mínima seguridad para sus numerosos miembros.

Pero a medida que los hijos crecían y exigían más alimento y mejores condiciones de vida y la siembra de sus hortalizas y granos no bastaba, comenzaron a también sembrar la mariguana, y en menor escala la amapola. Así fue como, a modo de complemento económico, la familia de los Herrera dio sus primeros pasos en negocio de la heroína antes del ofrecimiento de los militares.

Una vez que entraron de lleno y dominaron por completo el negocio, los ingresos de la familia se basaron en el cultivo de la amapola, la extracción del opio, su refinamiento en heroína y su transporte a los principales centros de consumo de los Estados Unidos. Esto, junto con los matrimonios de sus hijos entre personas cuidadosamente seleccionadas e incluso de su misma sangre, bastó para que pudieran hacer frente común y con éxito a sus rivales.

Bajo el liderazgo de Don Jaime, los Herrera crearon una organización en la que participaban todos sus miembros y les redituaba millonarias utilidades que compartían con sus benefactores: los militares. Así, todos los Herrera tenían un control casi absoluto en Culiacán, Sinaloa; Victoria de Durango, Durango; Ciudad Obregón, Sonora; Ciudad Juárez, Chihuahua, y El Paso, Texas.

Con la complicidad de policías y aduaneros mexicanos y estadounidenses, llevaban la heroína hacia el territorio estadounidense en autos con tanques de gasolina falsos, en camiones, o entre las ropas de sus miembros que cruzaban la frontera entre México y la Unión Americana.

Desde que entraron al negocio, jamás permitieron que en su plaza se estableciera otros grupos o individuos que realizaran operaciones que pudieran perjudicarles. Pedro Avilés intentó en cierta ocasión competir con el clan en Culiacán, territorio que entonces los Herrera controlaban en Sinaloa.

Parecía que nada ni nadie podría impedir que Avilés traficara heroína desde la plaza de los Herrera, pues al contrario de todos los demás traficantes, era sabido que nunca recurrían a la violencia para dirimir sus diferencias con sus rivales; incluso las disputas internas entre los distintos integrantes de la familia eran solucionados por el propio Don Jaime mediante el diálogo, lo cual le había permitido evitar las divisiones entre ellos.

Tras de estudiar el asunto, Don Jaime se entrevistó con Avilés –su paisano y conocido–, y de la manera más civilizada y respetuosa trató de convencerlo de que respetara su plaza. Mientras hablaba, Avilés le escuchó con respeto y sin interrupciones. Cuando entendió que su joven visitante había terminado su exposición, de la manera más natural, le dijo que no se preocupara, que no volvería a suceder; que respetaría su acuerdo.

Pero no fue así. Entonces Don Jaime se puso en contacto con algunos jefes militares y policiacos, a quienes solicitó ayuda.

De la noche a la mañana, las operaciones de Avilés comenzaron a ser saboteadas o su mercancía era robada. Estos inesperados reveses hicieron que Avilés, que operaba desde Tijuana y Mexicali, aunque residía en San Luis Río Colorado, abandonara su interés por la venta de heroína desde la plaza de los Herrera en Sinaloa y se ocupara de continuar satisfaciendo la demanda estadounidense de mariguana.

Cómo ya eran viejos conocidos, al tomar posesión Miguel Alemán Valdés como Presidente de México, nada cambió para los Herrera ni para Pedro Avilés. A ambos se les hizo saber que podían seguir trabajando para la familia del mafioso Lucky Luciano, en armonía, sin rencillas, y respetando sus respectivas zonas de influencia. Claro, siempre y cuando trataran directamente con el senador y coronel Carlos I. Serrano, amigo y recolector personal del licenciado Alemán.

Previo a este “comunicado”, el presidente Alemán había dado plenos poderes a Serrano, para que detrás del escenario manejara todas las operaciones que realizaran los Herrera y Pedro Avilés con los italo-americanos. Durante todo su sexenio, el senador Serrano sería el verdadero jefe y cerebro del negocio en México, tras bambalinas, se entiende.

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Por más de dos décadas y media, los gobernadores de los estados del noroeste donde se cultivaban plantas ilícitas, habían tenido un papel importante y a veces directo en el control del tráfico de drogas y los traficantes. Pero una vez que Alemán Valdés asumió la Presidencia, las cosas cambiaron radicalmente.

En 1947 ordenó la creación de la Dirección Federal de Seguridad, una especie de policía política con poder para intervenir en los asuntos de drogas, atribución que tradicionalmente había estado a cargo del Departamento de Salud; también decretó que la Procuraduría General de la República, mediante la Policía Judicial Federal, y la Secretaría de la Defensa Nacional, fueran las instituciones responsables de combatir el cultivo y la comercialización de la mariguana, la adormidera y todo tipo de plantas ilícitas.

Sin embargo, como se dijo líneas antes, tras bambalinas, al frente de la DFS, en realidad quien mandaba era el senador y coronel Serrano. Con ese poder, Serrano persiguió y encarceló a todo traficante ajeno a los grupos por él protegidos, consiguiendo en pocos años fortalecer a los Herrera y a Pedro Avilés. Con tales medidas causó la desgracia de muchos pequeños traficantes, incluso la de ciudadanos inocentes, aunque eso, al parecer, carecía de importancia para el amigo del presidente Alemán.

Ese sexenio fue una auténtica bendición para los traficantes de drogas. La oficina del senador y coronel Serrano continuamente era visitada por hombres y mujeres de todas las regiones del país, querían hacer negocio con él.

Pero los Herrera y en especial Don Jaime, fueron de los más favorecidos. Amasaron una enorme fortuna con la heroína que hacían llegar a Los Ángeles, Chicago, Denver, Pittsburg y Miami; llegaron a convertirse en propietarios de residencias en Guadalajara y Durango.

Siguió prosperando y allegándose nuevas amistades influyentes. Entonces, de la manera más natural, se convirtió en benefactor de su comunidad, pues mandó a construir tres hospitales públicos y comenzó a aportar regularmente fuertes cantidades de dinero en efectivo a distintas uniones vecinales para pavimentar o alumbrar calles, construir escuelas y parques con juegos para niños.

Cuando en reciprocidad a su “generosidad” los vecinos le avisaban de quiénes entraban o salían del pueblo o de algo que podría afectar negativamente a su negocio, Jaime Herrera descubrió que invirtiendo una pequeña parte de la fortuna que obtenía, podría no sólo tener el control de su comunidad sino el del municipio y, por qué no, de todo Durango y de otros estados.

A partir de entonces comenzó a relacionarse con los jueces, las policías y las autoridades municipales y estatales. Luego confeccionó una larga lista de funcionarios federales que mensualmente recibían fuertes sumas de dinero, como gratificación a su disimulo y su “amistad”. Así se convirtió en Don Jaime.

En su larguísima nómina de sobornos, lo mismo estaban altos jefes de las fuerzas policiales y militares que alcaldes y gobernadores no sólo de Durango, sino de varios estados del país que, como Don Jaime lo había contemplado, como una forma de corresponder a sus atenciones y conservar sus igualas, le reportaban puntualmente de todo operativo o decisión gubernamental que pudiera trastornar su negocio.

Visionario al fin, Don Jaime también financiaba las campañas proselitistas de aquellos jóvenes dirigentes que quisieran hacer carrera dentro de la política. Era una manera de ir formando sus futuros cuadros políticos, de los que podría echar mano tarde o temprano, pues uno nunca sabe.

Su generosidad, como ya se dijo, formaba parte de una manera muy efectiva de proteger su imperio, tanto de las autoridades mexicanas como de las estadounidenses, que ya comenzaban a fijarse en su organización.

Pero lo que lo convirtió en una leyenda, fue que cada una de sus habilidades las transmitió a sus muchos parientes, principalmente a sus hijos que desearan aprenderlas. Tal vez por eso la participación del clan de los Herrera en el mercado de la droga colocó a Durango, junto con Chihuahua y Sinaloa, en el “Triángulo de las drogas” y puso los cimientos de la organización que al paso de los años se conocería como el cártel de Ciudad Juárez (extracto de Los Tufos del Narco 1 –Narcos Viejos).

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