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Los Tufos del Narco: la noche de El Chapo
José Luis García Cabrera
Hasta antes de 1993, El Chapo Guzmán era un ilustre desconocido para los mexicanos en general. Contadísimos eran aquellos quienes sabían de su peligrosidad; que durante años había creado una gigantesca red de corrupción para proteger y apoyar sus actividades ilícitas.
Poquísima gente sabía que con el dinero del narcotráfico había salpicado a muchísima gente del sector político, judicial, militar y policiaco, incluyendo ex procuradores y un subprocurador de la República; al director de la PJF, y al mismísimo secretario particular del presidente Salinas de Gortari.
Se desconocía que mensualmente entregaba millonarias cantidades de dinero, a los comandantes de la PJF lo mismo que a muchísimos políticos y funcionarios corruptos de la administración salinista.
Para saber con precisión quién era Joaquín Guzmán hasta antes de que su nombre se hiciera del dominio común, es menester remontarnos a 1993, año en el que se le involucra en el asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, cuyo expediente lo conformarían miles y miles de fojas y que pasaron de las manos de un juez a las de otros jueces, sin que pudieran cerrar el caso satisfactoriamente.
Algunos de los involucrados tuvieron una muerte prematura, muy lejos de considerarse natural. Políticos destacados y altos mandos policiacos fueron señalados de estar implicados, y se hicieron por éste y otros motivos poderosos esfuerzos para echarle tierra al asunto o inventar falsos hechos y testimonios, pero fue imposible. El escándalo fue grande.
Cuando al fin se creyó haberse descubierto el hilo de la verdad, varios de los culpables tuvieron un fin trágico, antes de revelar lo mucho que sabían; otros, simplemente dejaron sus cargos políticos o policiacos por un tiempo, para luego reaparecer en la administración pública. Y allí siguen, hasta la fecha.
De los recuerdos de esta triste trama y de diversos datos incompletos formamos este fascículo, ahora que el nombre de Joaquín Guzmán Loera volvió a los grandes encabezados de la prensa nacional e internacional y los principales noticieros de la radio y la televisión, así como a las redes sociales del Internet.
Ahora que muchísimos mexicanos con escepticismo se enteran oficialmente de su segunda recaptura, por creer que está plagado de montajes y falsos testimonios. Desconfianza e incredulidad producto no sólo de acontecimientos, como el de Ayotzinapa, por ejemplo, sino de los muchos años que el sistema político simulador ha abusado de la buena fe de la sociedad., necesariamente tendrá que hacer ajustes a su gabinete.
“Engaño” que muchos mexicanos también creyeron cuando, en 1993, el Gobierno federal ofreció su versión oficial sobre el asesinato del cardenal Posadas; hechos que por primera vez llevaron a Joaquín a una prisión federal, de la que escaparía ocho años después, para convertirse en un hombre leyenda.
Esa historia comenzó así:
La muere de un cardenal (Lunes 24 de mayo de 1993)
Joaquín Guzmán había decidido pasar unos días de descanso en Puerto Vallarta, por lo que después de entrevistarse con el coronel Jorge Carrillo Olea, responsable de la lucha contra el narcotráfico, abordaría el avión que le llevaría al paradisiaco lugar.
Por la vía telefónica unas horas antes, como en otras ocasiones, el militar le pidió encontrarse en el aeropuerto de Guadalajara al filo de las cuatro de la tarde, sin precisarle los motivos. No era necesario. Seguramente se trataba de lo de siempre: ajustar los tributos.
Y ahora, a bordo de un moderno Cutlas Sierra, color vino, Joaquín estaba por llegar al Aeropuerto Internacional de la ciudad de Guadalajara. El trayecto había sido corto, de unos cuantos minutos, el tiempo que separaba al aeropuerto con el hotel Holiday Inn, su preferido cuando estaba en Guadalajara.
Le custodiaban seis guardaespaldas, incluidos el chofer del Cutlas color vino, y el teniente Antonio Mendoza Cruz, que viajaba a su lado. Los otros cuatro se desplazaban repartidos en la Suburban color gris, que le abrían camino y a bordo de un Cavalier azul.
Con esos hombres, Joaquín se sentía capaz de hacer frente a cualquier ataque. Además, la gente de Carrillo Olea seguramente tenía acordonado el aeropuerto. No corría, por tanto, peligro alguno en el puerto aéreo jalisciense, máxime teniendo en cuenta que eran cerca de las cuatro de la tarde, hora en la que el aeropuerto regularmente estaba lleno y por lo tanto nadie se atrevería atacarlo ahí.
Estando en Vallarta se tomaría unos días de vacaciones, las merecía y las necesitaba, rumió mentalmente Joaquín.
Cuando vio que la Suburban gris entraba al estacionamiento del aeropuerto, en el que con extrañeza observó más vehículos y movimiento de individuos armados de lo normal (seguramente gente del coronel, pensó Joaquín) le dijo a Francisco Cárdenas que no se estacionara y se situara sobre el arroyo de circulación exterior al estacionamiento; que esperara hasta que el coronel le hablara por teléfono, para confirmarle el lugar donde se verían, en tanto sus compañeros de la Suburban documentarían el equipaje.
Mientras esto ordenaba, Joaquín observó que un Spirit patrullaba alrededor de los vehículos aparcados en el estacionamiento, con varios individuos en su interior, por lo que le ordenó al teniente Mendoza se alertara.
Joaquín estaba en lo cierto. Desde antes del mediodía, los usuarios del aeropuerto notaron la presencia de gente armada en los pasillos y salas de espera de la terminal aérea. Eran hombres jóvenes, altos, algunos vestían pantalón de mezclilla y camisas a cuadros. Otros traían teléfonos celulares. Habían llegado en al menos una docena de vehículos, en los que transportaban armamento como si fueran a la guerra: cuernos de chivo; rifles M-16; pistolas de grueso calibre; granadas de fragmentación y chalecos antibalas, así como miles de cartuchos listos para usar: Todos se veían inquietos, pero seguros de sí mismos.
Curiosamente, al igual que Joaquín, pocos minutos antes, Ramón Arellano Félix y cuatro de sus matones que le acompañaban también detectaron el inusual movimiento dentro del estacionamiento y vieron que Rodolfo León El Chino Aragón, director general de la Policía Judicial Federal, estaba en la entrada de vuelos internacionales con media docena de agentes federales.
Desconfiado como era, a Ramón no le gustó lo que veía por lo que ordenó el inmediato retiro:
–¡Vámonos de aquí, pero ya! –dijo el jefe del cártel de Tijuana, y junto con sus cuatro matones se retiraron del lugar, sin hablar con León Aragón.
Tanto Ramón como Joaquín, ignoraban, desde luego, que aquellos hombres armados que esperaban en el estacionamiento del aeropuerto no eran del grupo de Carrillo Olea, sino que operaban bajo las órdenes directas del director de la PJF, El Chino Aragón, quien estaba enterado que Ramón Arellano Félix, desde el martes 18, andaba en Guadalajara con un grupo de matones en busca de Joaquín, para asesinarle.
Mediante sus espías que tenía en el aeropuerto, El Chino Aragón también se había enterado que tras el fallido del nuevo intento, Ramón Arellano y su gente esa tarde regresarían a la ciudad de Tijuana. A sabiendas de la hora en que Ramón y sus matones estarían en el puerto aéreo para abordar el avión que los regresarían a Tijuana, El Chino Aragón pidió a Carrillo Olea que citara a Joaquín exactamente a esas horas.
Es decir, Joaquín ignoraba que el coronel Carrillo Olea, deliberadamente le había pedido verse en el aeropuerto de Guadalajara, a la misma hora que Ramón y su gente estarían allí mismo para abordar un avión de los regresaría a Tijuana, después de seis días de buscarle infructuosamente en la llamada Perla Tapatía.
Los Arellano sostenían una vieja e interesada relación de negocios con El Chino Aragón. Amado Carrillo Fuentes, El Señor de los cielos, se lo había presentado a Ramón en la ciudad de México, poco después de que Aragón fue nombrado titular de la PJF. Para mayo de 1993, el jefe de la PJF y Ramón ya habían estrechado la interesada amistad. A Ramón, Amado le había recomendado a su amigo El Chino, asegurándole que le podía ser muy útil cuando quisiera viajar a cualquier lugar del país, sin problemas. Como ese día.
Y ahora, mientras a bordo de su Cutlas esperaba la llamada de Carrillo Olea y sus hombres se disponían a documentar el equipaje, Joaquín observó que apenas al estacionamiento llegaba un lujoso Grand Marquis color blanco, que le hizo recordar el suyo, media docena de aquellos hombres armados corrieron en dirección al vehículo.
Se colocaron a una distancia no mayor de veinte metros del auto, cuidando que nadie se acercara, mientras otros seis rodearon la unidad y miraban su interior. Joaquín vio que aquellos hombres observaban detenidamente la conocida figura del cardenal Posadas Ocampo, como para identificarlo plenamente, pues le veían su indumentaria negra, el enorme pectoral de oro macizo que colgaba de su ancho pecho y su inseparable maletín negro.
Vio que el purpurado, ya con un pie fuera del auto, sorprendido, levantó la vista y miró a los amenazantes hombres que le apuntaban con sus armas largas. Vio al cardenal tratando de incorporase de su asiento para salir del vehículo, pero uno de los atacantes se lo impidió. Con la mano izquierda dio un gran jalón para abrir completamente la portezuela; auxiliado con una metralleta, interpuso la pierna derecha y, de arriba hacia abajo, a quemarropa, le vació el cargador.
Desde el interior de su Cutlas, Joaquín vio como el robusto cuerpo del cura, en su asiento, como un muñeco, se estremecía cada vez que recibía los impactos; lo vio caer sobre su lado izquierdo, en el asiento, con catorce impactos de bala, la mayoría en el lado derecho del tórax y uno en la pierna.
Ante sus ojos todo sucedía en fracción de segundos; espacio de tiempo en el que también observó como los ocupantes del Spirit y los de una camioneta roja Silverado, que estaba a la mitad del estacionamiento, bajaban de los vehículos y corrían hacia las entradas de las diferentes salas del aeropuerto. Como él, también mantenían los ojos abiertos sus otros dos guardaespaldas que a bordo del Cavalier azul, a unos cuantos metros del Cutlas color vino, nerviosamente le custodiaban.
Por lo tanto, también habían observado cómo habían masacrado a los ocupantes del Grand Marquis blanco, así que ya no esperaron y comenzaron a accionar sus armas largas en contra de los matones que, creyeron, seguramente habían ido para atacar a Guzmán, su jefe, como parte de la guerra que sostenía con los Arellano, junto con El Güero Palma.
Pero poco pudieron hacer, pues al instante cayeron acribillados por las ráfagas de los cuernos de chivo.
Más por sobrevivencia que por valor, el chofer del cardenal Posadas intentó quitarle a otro de los agresores su arma, pero también fue acribillado con diez impactos. Uno de los gatilleros, a través del teléfono celular, ordenó a otro atacante sacara del auto el maletín negro que llevaba el sacerdote. Otro de los matones que se había quedado atrás, al observar que horrorizada la gente veía la escena, con toda calma accionó su metralleta en su contra. Los mirones, sin comprender lo qué sucedía, cayeron mal heridos o muertos.
El tableteo de las armas largas de ambos grupos se escuchaba por todas las salas y el estacionamiento del aeropuerto, y la gente, aterrorizada, corría en busca de refugio o se tiraba al suelo, para evitar ser alcanzados por las balas. Entre esa gente se encontraba Jesús Alberto Bayardo Robles, El Gori, sicario al servicio de los Arellano Félix.
Desde que Ramón –la noche anterior, del domingo 23– les informó a sus matones que sin armas dejarían Guadalajara para regresar a Tijuana, a escondidas (los sicarios de los Arellano Félix tenían prohibido beber alcohol o consumir drogas, mientras estuvieran en una “misión”) El Gori se dedicó a beber, por lo que al día siguiente –lunes 24–, aún ebrio llegó al aeropuerto a bordo de un taxi. Al verlo en ese estado, otro matón de Ramón le sentó en una de las salas de esperas y le obligó a tomar varias tazas de café, para que se le bajara la embriaguez.
En esas estaba El Gori, cuando comenzó la balacera.
Por eso pudo presenciar parte de la balacera, en la que tanto él como el resto de los matones de Ramón no pudieron participar, porque no llevaban armas; porque las habían dejado en la casa de seguridad.
Ebrio aún, El Gori vio como algunos sus compañeros, atropelladamente, corrieron en dirección a los pasillos para abordar el vuelo ciento diez de Aeroméxico con destino a Tijuana, mientras otros lo hacían por la zona de talleres de los aerocars y algunos más se mezclaban entre la gente.
Joaquín, por su parte, apenas vio la oportunidad, protegido por el teniente Mendoza Cruz, corrió hacia la sala de vuelos nacionales, donde se escondieron en uno de los módulos de Aeroméxico hasta que pasó la balacera. Después, ambos, se dirigieron a las pistas y corriendo las atravesaron hasta llegar al poblado El Zapote, donde le dieron dinero al propietario de una camioneta para que los llevara hasta el periférico de Guadalajara.
Allí, seguido por el teniente Mendoza Cruz, Joaquín abordó un taxi que le trasladó a una casa del fraccionamiento Plaza Palomar, rumbo a la carretera a Morelia. Desde ahí, le habló por teléfono a Bartolo Pineda Medrano, uno de sus pistoleros de confianza, para pedirle que le llevara un auto.
–La cosa se va a poner de la chingada –le dijo a Bartolo, una vez que éste le entregó las llaves del auto solicitado.
El tercer grupo de pistoleros
A la media hora que siguió del atentado apareció la Policía, y cerró la terminal aérea por más de tres horas, tiempo que duró la inspección ocular y el levantamiento de los cadáveres de dos guardaespaldas de El Chapo y cinco personas más, incluyendo el del cardenal Posadas Ocampo.
Las autoridades comprobaron que los agresores dejaron abandonados una docena de vehículos y que el Grand Marquis del purpurado había recibido treinta y ocho impactos de balas de diferentes calibres, más los catorce que abatieron al cura.
Mucho tiempo más tarde, un helicóptero de la Policía Federal de Caminos sobrevoló el aeropuerto dos horas; curiosamente, ninguno de los helicópteros de la PGR que estaban en el hangar de Servicios Aéreos del aeródromo, fue destacado para esas maniobras. Ninguno de los agentes federales allí comisionados, había intentado siquiera participar en la captura o detención de los asesinos.
Fue hasta cerca de las siete de la noche cuando se reabrió el aeropuerto. Los pasajeros del vuelo procedente de la ciudad de México, que habían permanecido hasta esa hora en plataforma, comenzaron a salir. Entre ellos el nuncio apostólico Girolamo Prigione, quien a esa hora se enteró de que el arzobispo de Guadalajara, había sido asesinado.
Según la versión oficial, todo se debió a la pugna que desde 1989 mantenía El Chapo con los Arellano Félix, que habían reclutado a un comando de quince pandilleros del barrio Logan, de San Diego, para matarlo; que el cardenal había muerto durante el “fuego cruzado”; después que al ser “confundido” con Joaquín por los matones de los Arellano.
“Confusión” que rechazarían las autoridades eclesiásticas, en especial el cardenal Juan Sandoval Iñíguez, sucesor de Posadas, quien sostendría que, en realidad, se trató de un “complot” para matar al purpurado.
Lo que siguió después, exhibiría toda una estructura de sobornos y complicidades que ambos grupos habían construido a lo largo de todo el país.
Exhibiría que con parte del dinero que les generaban sus actividades del narcotráfico, ambos grupos habían comprado la conciencia y la protección de gobernadores, ministerios públicos, militares, comandantes, policías y funcionarios medios y altos de los tres niveles de gobierno: federal, estatal y municipal.
Los tentáculos del grupo de Joaquín, incluso, habían llegado hasta la Presidencia de la República mediante Justo Ceja Martínez, secretario particular del presidente Carlos Salinas de Gortari.
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