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Los Tufos del Narco: Los pilares del cártel de Sinaloa; 1977
Cuando a mediados de enero de 1977 el presidente López Portillo lanzó la Operación Cóndor sobre los estados de Sinaloa, Chihuahua y Durango, nadie pensó que Pedro Avilés se replegaría por estas acciones que aparentemente le costaban enormes cantidades de dinero y causaban bajas entre su gente.
Sin embargo, ante el embate de la que se consideraba la más importante campaña contra las drogas, entre algunos miembros de su organización prevalecía la opinión de responder con acciones mucho más violentas, como asesinar a los jefes policiacos que participaban en el operativo federal.
Sólo sus más cercanos colaboradores sabían que Avilés se oponía a tan terribles acciones, y por ello no se sorprendieron cuando se les avisó que quería verlos, para hablar sobre el asunto. Propuso que la reunión se realizara en Culiacán, pues el caso les afectaba a todos y no sólo a él.
El duranguense, que desde la década de los cuarenta reinaba en el noroeste del país, se había ganado a los desconfiados sinaloenses de la manera más sencilla, pero efectiva: a sabiendas que la mayoría de ellos se conocían o estaban unidos por lazos de sangre o compadrazgo (incluso él era tío del joven Joaquín Guzmán, El Chapo), desde el principio los invitó a integrarse a su grupo.
Y quizás lo más importante, sin ninguna reserva les enseñó todos los recovecos del lucrativo y peligroso oficio en el que ya utilizaba aviones Cessna para transportar grandes cantidades de narcóticos hacia California, Arizona y Nuevo México. Destrezas que supieron apreciar los sinaloenses, que con respeto y admiración comenzaron a llamarle El león de la montaña y compusieron un corrido en el que se habla de esas hazañas.
Pero esas habilidades habían atraído la atención de la DEA y despertado la envidia y el rencor entre otros narcos de la región que abierta o subrepticiamente le disputaban su reinado al “viejo” duranguense.
A dicha reunión el primero en llegar fue Miguel Ángel Félix Gallardo, de treinta y un años. Era un sinaloense elegante que no tenía el aspecto de quien se gana la vida mediante el delito, sino más bien parecía un distinguido empresario. Por esos detalles, sumados a su reconocida habilidad para manejar el poder de la palabra, era el responsable de tratar con los políticos, los altos jefes de la Policía y la milicia.
El siguiente en llegar fue Ernesto Fonseca, que se desempeñaba como tesorero de la organización. Era un hombre de cuarenta y seis años cuyo aspecto feroz, contrastaba con su trato amable y reflexivo; era tío de Amado Carrillo Fuentes (futuro capo) y padrino de Rafael Caro Quintero.
Al entrar al lugar donde se iba a celebrar la reunión, Don Neto se acercó a Avilés y efusivamente le saludó. Eran muy buenos amigos. Llegó acompañado de su ahijado Caro Quintero, sobrino de Lamberto Quintero, primo segundo de Amado Carrillo Fuentes.
A continuación llegó Juan José Esparragoza, El Azul, apreciado por todos por su carácter alegre y dicharachero, bebedor y bromista, era concuño y a la postre compadre de El Chapo Guzmán, de Ismael El Mayo Zambada, de Carrillo Fuentes.
El siguiente en llegar fue Carrillo Fuentes, el más joven de los allí presentes: nació el 17 de diciembre de 1954, en un poblado pobre de Culiacán. Desde muy joven aprendió el oficio por mediación de su tío, Don Neto, y el mismo Avilés, a los que admiraba entrañablemente.
Llegaron después el hondureño Juan Ramón Matta Ballesteros, Manuel Salcido Uzeta, El Cochiloco; Javier Barba Hernández y los hermanos Rafael Emilio y Juan José Quintero Payán, encargados de abrir nuevas plazas y mercados para el grupo.
Todos se saludaron con fuertes abrazos y apretón de manos; todos estaban perdiendo dinero con la Operación Cóndor. Pero el objeto de su mayor atención era, sin duda, don Pedro. Cada uno por su cuenta, intentaban descubrir qué tanto le estaba afectando la campaña federal, y se esforzaban en adivinar si el duranguense claudicaría al ver que su poder se debilitaba.
Los hombres se sirvieron bebidas, hablaron y bromearon de otras cosas ajenas al tema del día. Casi pasó otra hora antes de que don Pedro tomara asiento en la cabecera de la rudimentaria mesa de madera y los otros asistentes se sentaran donde mejor les pareció, dispuestos a ofrecer su mejor opinión si se les solicitaba.
Cuando don Pedro habló, lo hizo como si nada estuviese amenazando al grupo.
A juzgar por sus palabras, nadie hubiera dicho que por la Operación Cóndor estaba perdiendo dinero y algunos de sus hombres estuvieran encerrados en la prisión o hubieran muerto.
Después de agradecer a todos su presencia, don Pedro aclaró uno de los motivos de aquella reunión:
–Ante todo, quiero que sepan que estoy aquí no para imponer mis razones, y que haré todo lo necesario para que sigamos siendo tan fuertes como hasta hoy lo somos. Si les pedí que vinieran fue para que juntos encontremos la forma de hacerle frente al Gobierno, que quiere chingarnos. A nosotros, que somos hombres de palabra y jamás hemos dejado de cumplirle sus exigencias.
Don Pedro hizo una pausa y ninguno de aquellos hombres intentó quitarle la palabra. Aunque rudos y broncos campesinos, sabían escuchar. Pedro Avilés bebió de su vaso que previamente le habían colocado frente a él, y prosiguió:
–¿Por qué el Gobierno nos ataca? Unos dicen que por órdenes de los gringos, otros que para aumentarnos los pagos, porque ya son otros políticos los que mandan. Como sea, no importa. Lo que importa es que nos están matando a la gente y fumigando los cultivos; en una palabra, ¡nos están dando en la madre!
Hizo otra pausa para mojarse los labios con su bebida, y luego continuó:
–Sé que algunos de ustedes son de la idea de responderle con la misma moneda: levantando gente. Pero eso en nada nos ayudará, al contrario… No, yo no estoy interesado en esa “solución”, ¿por qué? En primera, porque cada uno de nosotros estamos en esto por dinero; somos comerciantes, y la medicina (las drogas) es un negocio como cualquier otro, con sus altas y bajas. Así que, para quienes creen que los levantones es la solución, les digo ¡no! ¿Por qué les digo esto? Porque aunque la tengamos, nosotros no podemos tener la razón sobre la del Gobierno, que se quiera o no es quien reparte el pastel, y dice cuándo comérselo. Ir en su contra, sólo conseguirá traer más desgracias sobre nosotros, desgracias de las que hoy nos quejamos y por lo que estamos aquí.
Avilés calló un instante, por si alguien tenía algo que objetar o comentar. Como nadie lo hizo, continuó:
–Por otro lado, las batidas federales, no son cosa nueva. Siempre ha sido lo mismo. Se hacían desde que yo era un chamaco, cuando mi padre me enseñaba el negocio, allá en Durango. Pero esta vez el Gobierno no fue pendejo, porque las programó para ser lanzadas justo cuando llegaban las sequías.
Al ver que la mayoría de sus oyentes alzaban las cejas, como muestra de no entender esto último, como un maestro lo hace al dirigirse a sus alumnos, pacientemente agregó:
–Miren, les voy a explicar: sus especialistas le dijeron que vienen cinco años de sequía, de malas cosechas, antes de que vuelvan las lluvias. Sabiendo eso, el Gobierno dejó que los gringos quemaran los campos de amapola; que hicieran el trabajo que el sol habría hecho en unos cuantos meses.
“No fue pendejo, porque de esa manera afectaría lo menos posible el negocio, ¿me entienden? Haciéndolo así, seguirá recibiendo la parte que le corresponde. Me entienden, ¿verdad?”
Pedro Avilés iba observando a sus convocados mientras sus palabras levantaban ante ellos una montaña de admiración, ante la tremenda revelación y por lo bien enterado que estaba de cada paso que daba el Gobierno federal en su llamada Operación Cóndor.
Avilés volvió la vista hacia Miguel Ángel, y lo vio muy tranquilo, con la mirada fija en el resto de sus compañeros que cuchicheaban. Una vez que todos dejaron de hacerlo, y creyó contaba con su atención, soltó una carcajada y prosiguió:
–Ja, ja, ja. Si los gringos no hubieran quemado los campos, lo habríamos hecho nosotros. ¡Caray, la quema renueva, y hace más rico el suelo!, eso deberían saberlo hasta los pinches gringos, ja, ja, ja –agregó a sus sorprendidos oyentes, que de no saber que su jefe era uno de los hombres más cuerdos y lúcidos de los que conocían con casi sesenta años de edad encima, seguramente habrían pensado que ya chocheaba o había perdido la razón, ante los embates de la operación antinarcóticos que aparentemente le estaba costando un dineral.
–Lo dicho, esa operacioncita es una mamada… ¡Bendito Gobierno!, ja, ja, ja.
“Pero aun así –agregó ya en tono serio–, dejen que les cuente lo que se me ha ocurrido hacer mientras dura el circo. De tan sencillo que puedo apostar que a ninguno de ustedes se le ha ocurrido. O a ver, ¿se han preguntado qué pasaría si aprovechando la comedia nos dedicamos a buscar otros terrenos más seguros para nuestras siembras y más difíciles de detectar y de fumigar incluso para los helicópteros de la DEA?”
Avilés bebió un sorbito de su bebida del vaso, para humedecer su reseca garganta y continuó:
–… Yo les voy a responder: primero, haríamos creer a los gringos que su campaña –porque la Operación Cóndor ellos la ordenaron, y por tanto es de ellos–, nos está obligando a dejar nuestras tierras, y segundo, y más importante para nosotros: en las nuevas tierras, levantaríamos no una sino dos cosechas al año; con esto ganaríamos más y fortaleceríamos el negocio.
“Así que yo propongo –agregó– que nuestros hombres comiencen a buscar esos terrenos, a lo largo de las benditas sierras de Sinaloa, Chihuahua, Durango y Sonora, donde no llegan los soldados ni los helicópteros. Es más, que busquen en Guerrero, Michoacán y Chiapas, donde me han dicho que también hay muy buenas tierras”.
Luego, dirigiéndose a todos los oyentes preguntó si alguno tenía alguna duda o quería preguntar algo. Fue Don Neto quien tomó la palabra. Poniéndose de pie, desde su lugar, dijo:
–Que busquemos nuevas tierras, me parece que es lo mejor. Pero ¿qué pasará con los de la DEA?, no creo que se traguen eso de que estamos corriendo de Sinaloa.
–De la DEA no debemos preocuparnos. Su gente hace lo que diga el comandante Aguilar Garza, a quien tenemos de nuestro lado –respondió Avilés, para luego agregar–: No olvide, don Ernesto, que si algo debemos reconocerles a los gringos, es que son respetuosos de sus leyes. Y que yo sepa, ellos saben que no tienen jurisdicción en México, para hacer lo que quieran.
–Si –intervino El Cochiloco sin levantarse de su lugar, mientras Don Neto se volvía a sentar–. Unos amigos me han dicho que los de la DEA no pueden detener a nadie, y por eso se la pasan en sus oficinas tomando café.
Al observar que la participación de la DEA en la Operación Cóndor, amenazaba con desviar la atención del asunto principal que a todos los presentes los había concentrado ahí, Avilés, con lentitud intencionada, dirigiéndose a Félix Gallardo, retomó el tema principal:
–Tú, Miguel Ángel, que a diario hablas con la gente del Gobierno, sabes que la Operación Cóndor no es lo que aparenta, y debemos aprovechar la ocasión.
Como una manera de cederle la palabra al aludido, Pedro Avilés tomó asiento y con un gesto dio luz verde para que éste hablara. Miguel Ángel se puso de pie y desde su lugar respondió a don Pedro. Habló como siempre lo hacía, conciso, y muy seguro de sí mismo:
–Todo lo que ha dicho don Pedro es cierto. Pero, para no preocuparlos, se ha guardado decir que si alguna vez se nos ocurriera enfrentamos abiertamente al Gobierno, jamás podríamos continuar en el negocio sin su ayuda. Los levantones de su gente los tomaría como un reto. Y los jueces, los policías, los militares y los políticos que hoy nos ayudan, ya no lo harían.
“De hecho, ninguno de los que estamos aquí podríamos trabajar como hasta hoy lo hacemos, si no contamos con la seguridad de que nadie se meterá con nosotros. Más ahora que por las presiones de los gringos las leyes mexicanas son más duras, y los jueces y los ministerios públicos son más cabrones con nuestros hombres. No, si no hacemos lo que nos propone don Pedro, dentro de poco seremos más pobres de lo que éramos antes de entrar al negocio…”.
Cuando Miguel Ángel dejó de hablar y tomó asiento, nadie dijo nada. Pero en la mente de todos había quedado su velada advertencia: que su seguridad dependía de que buscaran nuevos sembradíos en las sierras más agrestes, y que una respuesta violenta contra el Gobierno significaría una agresión a sus propios intereses. Lo que pagaban por trabajar sin casi ser molestados era mucho, pero lo que ellos obtenían también era una fortuna. Algo que no podía ponerse en riesgo por simples desplantes de malentendida valentía.
Miguel Ángel, que de siempre había sido muy reservado, ese día no fue la excepción. En su breve exposición, se guardó que dentro de los planes de la organización estaba salir de Culiacán, asentarse en la ciudad de Guadalajara desde donde había operado con éxito Sicilia Falcón y, sobre todo, hacerse de las plazas y los contactos que el cubano seguía manejando desde la prisión.
Sabía que si bien Sicilia todavía mantenía el control sobre su territorio desde el Reclusorio Sur de la ciudad de México, no podría hacerlo por mucho tiempo, pues era sabido que los contactos políticos y policiacos no respetaban pactos una vez que el “protegido” caía en desgracia, como era el caso de Sicilia, y esos contactos siempre estaban listos a escuchar mejores ofertas para brindar su apoyo (Extracto del fascículo 2 de Los Tufos del Narco: Caro Quintero El Capo Viejo).
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